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Actualizado: 12 de junio de 2025
En efecto, mientras escuchaba a Martholl decirle, con su voz de entonaciones rebuscadas, las cosas amables y triviales que acostumbraba, el recuerdo de un semblante de rasgos demacrados, de expresión angustiada y ardiente, hería su espíritu de una manera singular.
Le hice ver que mi poca reflexión no debía ser motivo de disgusto, y puse todo mi empeño en que comprendiera que cuanto yo había dicho no era más que la repetición de opiniones leídas en no sé qué libro, oídas a no sé qué personas. Nunca pensé que hería a Angelina en lo más vivo; jamás pude imaginar que la pobre niña supiese la historia de su infeliz madre.
Lo primero que hería la mirada era la palidez plomiza de su semblante, acentuada por la negrura del capuz que le habían echado sobre los hombros. El bigote y la barba habían encanecido del todo. Avanzaba tieso, indómito, solemne, mirando hacia las nubes y pisando con fuerza, como el que marcha entero en la honra.
Se pensaba también que sus mejillas habían conocido las lágrimas; lágrimas dolorosas y amargas. Había algo de nervioso y de inquietante en sus movimientos: el rostro era alegre y sonreía; pero el piececito, calzado con un chanclo deteriorado y sucio de barro, hería nerviosamente el suelo, como si quisiera acelerar la marcha del tranvía, que avanzaba muy despacio.
Yo creía, esperaba morir, porque no pensaba que el débil corazón de una mujer pudiese contener tantos dolores... Diga usted, ¿me vio usted pronta a expirar de desesperación a la noticia de su muerte?» A esta palabra, que me hería por primera vez, suspiré; sólo el pensamiento de que hubiese podido morir llevándome su amor y llorado por ella, me ofrecía encantos sin cuento y me inspiraba deseos.
19 Y yo dije: Señor, ellos saben que yo encerraba en cárcel, y hería por las sinagogas a los que creían en ti; 20 y cuando se derramaba la sangre de Esteban tu testigo, yo también estaba presente, y consentía a su muerte, y guardaba las ropas de los que le mataban. 21 Y me dijo: Ve, porque yo te tengo que enviar lejos a los gentiles.
El aire vivo que me hería las sienes, el aroma penetrante del azahar, los olores cordiales del campo que a él se mezclaban, la caricia ardiente de aquella naturaleza poderosa que sentía en el rostro me embriagaban, me causaban escalofríos de dicha. La torre que había visto se acercaba, elevándose cada vez más a mis ojos. El blanco grupo de casas yacente a sus pies se extendía.
Su orgullo, en su sentir humillado, le hería el corazón y no le dejaba dormir. ¿Conque no podría ella, por sí misma y libre, hacerse respetar? ¿Sería menester acudir a don Paco para que la defendiera, comprometiéndose? ¿Tendría razón doña Inés en aconsejarle que fuese monja? ¿Eran tan viles sus antecedentes que no podría ella ser estimada y acatada sino bajo la protección y tutela de un hombre generoso que le tendiese la mano y la sacase del fango en que al parecer había vivido?
La mano pequeña y bonita del ceguezuelo hería con gracia las cuerdas, sacando de ellas arpegios dulcísimos y esos punteados graves que tan bien expresan el sentir hondo y rudo de la plebe. La cabeza del músico oscilaba como la de esos muñecos que tienen por pescuezo una espiral de acero, y revolvía de un lado para otro los globos muertos de sus ojos cuajados, sin descansar un punto.
8 Y subía David con los suyos, y hacían entradas en los gesureos, y en los gerzeos, y en los amalecitas; porque estos habitaban de largo tiempo la tierra, desde como se va a Shur hasta la tierra de Egipto. 9 Y hería David la tierra, y no dejaba a vida hombre ni mujer; y se llevaba las ovejas y las vacas y los asnos y los camellos y las ropas; y volvía, y se venía a Aquis.
Palabra del Dia
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