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Actualizado: 31 de mayo de 2025
Lo único que escaseaba allí eran la luz y el calor, porque la de las mechas del velón casi se perdía en el negro espacio antes de llegar a la mesa, y el chamuscón que yo me había dado en la cocina sólo me servía en el comedor para sentir doblemente la glacial temperatura de aquel páramo.
Se habían quitado las colgaduras fúnebres y abierto de par en par las ventanas, pero aquel salón conservaba, sin embargo, un aspecto singularmente glacial y solemne, con sus ensambladuras sucias y desnudas, sus sillas y butacas metódicamente alineadas junto a las paredes y su mesa redonda con tabla de mármol, que, en el vacío de la vasta pieza, parecía un velador de niño, olvidado allí por descuido.
Después alzó los ojos á los adustos riscos de la Peña Mayor y se estremeció. Creyó sentir una corriente de aire glacial por el corazón. Quedóse pálido, cual si acabase de ver algo muy espantoso. ¿Qué será esto? murmuró mientras cerraba apresuradamente la ventana. Se fué otra vez al escritorio y apoyó sobre él ambos codos, metiendo la cabeza entre las manos.
Así permanecieron mucho tiempo: María Teresa, apoyada en el respaldo del banco, con una mano en el rostro y la otra perdida en el manguito; Fernando de pie, intentando infundirla valor con palabras incoherentes. Los dos temblaban de frío sin darse cuenta de ello, estremecidos por el viento glacial que hacía oscilar los focos de luz.
Me volví pronto al gabinete, muy mal impresionado, y hallé en el relativo calor de la alcoba un momentáneo remedio al frío glacial que en la solana había penetrado como una saeta en mi cuerpo y en mi espíritu.
Ni le habían excitado, ni le habían animado mirándole, ni le habían sonreído, ni se habían mostrado enojadas cuando las siguió, cuando casi las detuvo, cuando descaradamente se quedó mirándolas. La más glacial indiferencia había aparecido en ambas mujeres.
A las tres de la madrugada comenzaron a llegar los primeros carros de la sierra al fielato de los Cuatro Caminos. Habían salido a las nueve de Colmenar, con cargamento de cántaros de leche, rodando toda la noche bajo una lluvia glacial que parecía el último adiós del invierno. Los carreteros deseaban llegar a Madrid antes que rompiese el día, para ser los primeros en el aforo.
Su aspecto, al mismo tiempo, era amable y glacial. Eugenio Rostand, padre del poeta, fué en sus mocedades un versificador estimable que tradujo á Cátulo bastante bien, y que más tarde dedicóse ahincadamente á la fundación de Bancos populares, de habitaciones para obreros y otras obras benéficas.
Al llegar a lo último de este amplio pozo, junto a la quilla, donde estaban las máquinas y sus servidores, el calor era menos denso. Sentíase un latigazo de aire glacial al pasar junto a las bocas de los grandes ventiladores.
Mi tía Medea había hecho acto de generosidad con los pobres, repartiendo las ropas de mi padre; la vieja alfombra había desaparecido; las baldosas contribuían a aumentar lo triste de la escena con su frialdad glacial; mis buenos grabados ingleses ya no estaban tampoco; algunos fragmentos de mis juguetes habían sido relegados a un rincón de la habitación; entré en la sala y vi con júbilo que el retrato de mi madre estaba allí y que mi tío había dispuesto que lo condujesen a su casa.
Palabra del Dia
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