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Actualizado: 7 de julio de 2025
El cura de Belen ajustó este número por los ñudos y señales que le mostraron los indios, en cuyas manos vió algunos fusiles portugueses.
¡A mí, Horn! gritó el Capitán . ¡A mí, Cornelio, Hans! ¡Salvemos a los hombres que están en las chalupas! Manejando los fusiles como mazas, se arrojaron sobre los salvajes, matando a unos cuantos de ellos y logrando contenerlos por algunos instantes; pero los salvajes volvían a arremeter, animándose con gritos feroces.
Después, otro y otro, hasta nueve, que a la gente, inmóvil por la sorpresa, le parecieron infinitos en número. Era la guardia, que hacía fuego antes de que ellos se pusieran delante de los fusiles. La sorpresa y el terror dieron a algunos un cándido heroísmo. Avanzaban gritando, con los brazos abiertos. ¡No tiréis, hermanos, que nos han vendío!... ¡Hermanos: que no venimos por la mala!...
Sus cañones del tamaño de casas, sus fusiles y ametralladoras, que lanzaban plomo con la misma rapidez que una máquina de coser da puntadas, podían suprimir instantáneamente las manifestaciones femeninas, por numerosas que fuesen. Además, la mujer, acobardada por tantos siglos de servidumbre, tenía miedo á los procedimientos de violencia.
Cargaron entre los dos con la caldera, que pesaba cerca de un quintal, y se pusieron en marcha, aligerando lo posible el paso, mientras los dos jóvenes, con los fusiles dispuestos, no perdían de vista a los salvajes, los cuales avanzaban en dispersión para presentar menos blanco a los tiros enemigos. Ya no podía caber duda alguna.
Pero con esta obscuridad, ¿cómo? preguntó Cornelio. Los salvajes tienen mejor vista que nosotros respondió el viejo piloto . A veces ven más que los animales nocturnos. ¿Y para qué querrán hacernos prisioneros? Para apoderarse de nuestros fusiles, Cornelio dijo el Capitán . Su insistencia no se explica de otro modo. ¿Aprecian mucho las armas de fuego?
Una sola puerta da entrada al pueblo, y en las torres laterales quedan aún huellas del rastrillo y de otros medios de defensa; ninguna ventana se abre sobre la inmensa extensión de los valles cercanos. Las únicas aberturas son las aspilleras por donde pasaban en otro tiempo los venablos ó los cañones de los fusiles.
Para acabar de aburrirle y trastornarle, un día fue Villalonga con nuevos cuentos. «He averiguado que el hombre aquel es un trapisondista... Ya no está en Madrid. Lo de los fusiles era un timo... letras falsificadas». Pero ella... A ella la ha visto ayer Joaquín Pez... Sosiégate, hombre, no te vaya a dar algo. ¿Dónde dices? Pues por no sé qué calle. La calle no importa.
A cambio de los negros daban fusíles, pólvora, instrumentos de hierro y brazaletes de latón y de cristal. Embarcábamos doscientos o doscientos cincuenta negros entre hombres, mujeres y chicos, y aprovechando los alisios del sudeste, íbamos casi siempre al Brasil. Allí vendíamos el saldo entero. Luego, el comerciante negociaba al por menor.
Romillo dio acerca de este punto pormenores no menos interesantes: uno de los reos no había quedado muerto en el acto; se levantó pidiendo misericordia; el confesor trató de interponerse entre él y los cañones de los fusiles; pero el General que mandaba las tropas acudió, y alzando la espada lleno de cólera, le dijo: ¡Padre cura, a su puesto, o le fusilo a V. en el acto!
Palabra del Dia
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