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Actualizado: 21 de mayo de 2025
Con las manos tendidas y una expresión gozosa en el rostro, que hacía irradiar sus lentes, avanzó hacia Ferragut. Su encontrón casi fué un abrazo... «¡Querido capitán! ¡tanto tiempo sin verle!...» Sabía de él con frecuencia, por los informes de su amiga; pero aun así, lamentaba como una desgracia que el marino no hubiese venido á verla.
Muchos de los marineros solicitaban permiso para vivir en la ciudad, y el vapor quedaba confiado á la guarda del tío Caragòl, con media docena de hombres para la diaria limpieza. El pequeño Ferragut podía hacerse la ilusión de que era el capitán del Mare nostrum.
No me siga... Nos veremos... Yo le buscaré... ¡Adiós!... ¡adiós! Y aunque Ferragut sentía la tentación de seguirla, permaneció inmóvil, viéndola alejarse con paso rápido, como si huyese de las palabras que había dejado caer ante el pequeño templo del poeta.
¡Ya están en el Mediterráneo! exclamó con asombro el telegrafista al terminar su relato . ¿Como han podido llegar hasta aquí?... Ferragut no se atrevió á subir al puente. Tuvo miedo á que las miradas de aquellos hombres de mar se fijasen en él. Creyó que podían leer sus pensamientos. Un vapor de pasajeros acababa de ser echado á pique á una distancia relativamente corta del buque en que iba él.
Para formarse una idea de lo que eran sus pequeñas embarcaciones, Ferragut recordaba las flotas de los poemas homéricos, creadas muchos siglos después. Los vientos infundían un terror religioso á los guerreros del mar reunidos para caer sobre Troya.
Los viejos pilotos venidos de abajo, hombres de mar que habían empezado su carrera en las barcas de cabotaje y á duras penas ajustaban sus conocimientos prácticos al manejo de los libros, hablaban de Ferragut con orgullo: Dicen que los del mar somos gente bruta... Ahí tienen á don Luis, que es de los nuestros. Pueden preguntarle lo que quieran... ¡Un sabio! El nombre de Ulises les hacía titubear.
Al verse doña Cristina bien instalada en Barcelona, con una corte de sobrinos que adulaban á la tía rica de Valencia, su hijo se embarcó como aspirante en un trasatlántico que hacía viajes regulares á Cuba y los Estados Unidos. Así empezaron las navegaciones de Ulises Ferragut, que sólo habían de terminar con su muerte.
Era el portero, que se mostró familiar y confianzudo, como si desde la noche anterior se hubiese establecido entre los dos una firme amistad basada en un secreto. Le habló de las bellezas del país, aconsejándole diversas excursiones... Una sonrisa, una palabra animadora de Ferragut, y le habría propuesto inmediatamente otros recreos cuyo anuncio parecía voltear en torno de sus labios.
Ferragut quiso reanudar la conversación, pero no encontró las primeras palabras. Temía parecer ridículo. Le infundía miedo esta mujer. Se dió cuenta al contemplarla con ojos adorantes de los grandes cambios que se habían efectuado en el adorno de su persona. Ya no vestía el tailleur obscuro con que la había visto por primera vez.
¿Entonces, la doctora...? volvió á preguntar, adivinando lo que podía ser la imponente dama. Freya contestó con una expresión de entusiasmo y de respeto. Su amiga era una patriota ilustre, una sabia que ponía todas sus facultades al servicio de su país. Ella la adoraba. Era su protectora: la había salvado en los momentos más difíciles de su existencia. ¿Y el conde? siguió preguntando Ferragut.
Palabra del Dia
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