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Actualizado: 4 de junio de 2025


Cuando me contesten manden la carta á la posada de Felisa, en la Puerta Nueva, que allí la recogerá la muchacha. Adiós, queridos padres. Muchos besos, muchos, muchos. Un silencio profundo interrumpido solamente por los sollozos de la tía Felicia siguió á la lectura de esta carta. El tío Goro y Nolo quedaron largo rato inmóviles con la cabeza baja y mirando al suelo.

Manuel y Pepe habían sido compañeros de colegio, condiscípulos de carrera y camaradas de aventuras en la primera época de su juventud: tal confianza les unía, que al irse a Nueva York el primero dijo al segundo: Ya he dicho a Felisa dónde ha de escribirme y hasta qué fecha; pero cuando le avise que estoy a punto de volver, me escribirá aquí.

Ambas se juntaban siempre que podían, trabajaban en el mismo bastidor y comían en el propio plato, formando pareja indisoluble en las horas de recreo. La procedencia de Felisa era muy distinta de la de su amiguita. No había pertenecido al teatro más que de una manera indirecta, por ser doncella de una actriz famosa, y en el teatro tuvo también su perdición.

Al borde del estanque que está al pie del aparato, había tres mujeres, Fortunata, Felisa y doña Manolita, sentadas sobre el muro de ladrillo, gozando de la frescura del agua próxima. Aquel era el mejor sitio; pero no lo decían, porque el egoísmo les hacía considerar que si se enracimaban allí todas las mujeres, el escaso fresco del agua se repartiría más y tocarían a menos.

La penitente se quedó muy gozosa, y el día que hizo la comunión se observó con una tranquilidad que nunca había tenido. La despedida de las monjas fue muy sentida. Fortunata se echó a llorar. Sus compañeras Belén y Felisa le dieron besos, regaláronle estampitas y medallas, asegurándole que rezarían por ella. Doña Manolita mostrose envidiosa y desconsolada.

La torre de la catedral con sus festones primorosos, con sus calados de encaje, se alzaba ante sus ojos atónitos como una maravilla. Entró por el arrabal de la Puerta Nueva, preguntó por la posada de la Felisa y no tardó en dar con ella. Esta Felisa, mientras le freía un par de huevos y algunas lonjas de jamón, le enteró de todo lo que quiso y lo que no quiso.

Las monjas estaban contentas de ellas, y aunque les agradaba ver tanta piedad, como personas expertas que eran y conocedoras de la juventud, vigilaban mucho a la pareja, cuidando de que nunca estuviese sola. Felisa y Belén, juntas todo el día, se separaban por las noches, pues sus dormitorios eran distintos.

Lorenza contestó telegráficamente a Pepe, que Felisa accedía al matrimonio por poderes, y que enseguida de verificado saldría para París con dos criados, si, dada su avanzada edad, no podía el tutor acompañarla.

El pobre Manuel no acertaba con la explicación de lo que entre ambos ocurría. Felisa era elegantísima; gustábale todo lo artístico y lujoso, pero no pecaba de manirrota ni derrochadora. Según ella, con lo que habían de reunir al casarse, tendrían más de lo necesario: no había, pues, que atribuir a codicia el origen de aquella resistencia.

Su novio, que se había educado en el extranjero, haciéndose luego ingeniero en España, tenía cuatro o seis años más que ella, y era también inteligente, rico, de buena índole y arrogante figura, cualidades que le rindieron en poco tiempo el corazón de Felisa, pero que no bastaron a conquistar su voluntad. La conducta de la muchacha era un verdadero enigma.

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