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Actualizado: 4 de junio de 2025
Felisa le da vestidos, sombreros, la saca de apuros, la lleva al teatro, en coche... Es el tipo de la parienta o amiga que tienen casi todas las muchachas ricas; servicial, complaciente, mitad por afecto, mitad por interés... Felisa la maneja como quiere. Y vaya una carta larga. Verás cómo hacen encargos, de seguro piden trapos... y, sin embargo, me temo algún disgusto gordo.
También se enteró por separado de ciertas costumbres poco correctas del señor Ramón, marido de la propia Felisa, cuando regresaba al hogar por la noche con algunos vasos de vino en el cuerpo. Fuera de estas ocasiones era un bendito, un pedazo de pan candeal, incapaz de levantar la mano á nadie, ni siquiera de aplastar una mosca.
»Cuando Manuel marchó al Havre para embarcarse, me rogó que recibiese cuantas cartas llegasen para él. «Casi todas me dijo serán de negocios; las abres y contestas según instrucciones que luego te daré.» Y después, enseñándome el sobre de una escrita por Felisa, añadió: «Las que tengan esta letra me las guardas.» Con posterioridad a su partida llegaron varias que conocí ser de ella, y las guardé: luego faltaron, y como hace tres días recibí la de V., y la letra del sobre en nada se parece a la de Felisa, claro está, la abrí y leí.
El tutor, que por honrosa y rara excepción le sirvió de padre cariñoso, deseaba la boda: primero, suponiendo que sería feliz, y segundo pensando ahorrarse las molestias que proporcionaba la administración de lo ajeno; con lo cual Felisa no hallaba oposición que vencer.
Al expirar el plazo marcado a su impaciencia, Felisa, acompañada de Lorenza, salió a recibir a Manuel hasta legua y media más allá del pueblo, esperándole nerviosa y desasosegada, al caer la tarde, en un recodo del camino.
Va a creer que hay en tu vida alguna mancha cuyo recuerdo te obliga a rechazar lo mismo que deseas. ¡Pobre de él y pobre de ti como se le meta eso en la cabeza! Vamos a ver: ¿en qué fundas tu terquedad? Cuando tales cosas escuchaba Felisa, dejaba caer la cabeza sobre el pecho y contestaba con evasivas. No sé... rarezas mías... ya nos casaremos.
La lectura de esta carta produjo a Felisa una emoción extraordinaria e imposible de analizar: sintió pena por el infortunio del ser amado, incertidumbre de lo que debiera procurar según lo extraordinario de las circunstancias, y alegría por vislumbrar la ocasión de ver puesta a prueba la grandeza de su corazón.
Envió Manuel los poderes necesarios, y allanó Felisa a fuerza de dinero cuantas dificultades surgieron, resolviendo, por último, que un primo suyo representase al novio, y que la ceremonia se verificara en la Puebla del Maestre, donde todo había de serle más fácil de lograr, gracias a los amigos y deudos que allí se desvivirían por servirla.
Todo esto sabía Felisa: tal era el vergonzoso origen que no quería confesar a su novio. Además, por testimonio de gentes que la conocieron y por retratos que se conservaban, sabía también que físicamente se parecía a su madre cuanto una mujer puede parecerse a otra.
Felisa tenía veintitrés años; era hermosa, rica, estaba enamorada, podía casarse, porque su tutor no lo estorbaba, y sin embargo, iba dilatando voluntariamente la realización de su ventura: encantos de la juventud, bienes de fortuna, pasión correspondida, todas las circunstancias que justificaban y debieran de contribuir a que la boda se celebrase pronto, quedaban en ella esterilizadas por una resistencia incomprensible.
Palabra del Dia
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