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En las Cuatro Calles, frente a las ruinas seculares de la calle de Sevilla, coronadas ya, como las de Itálica, por el amarillo jaramago, tomó Jacobo un simón para evitar la afluencia, eterna en aquel sitio, de gentes que van y vienen, formando en las aceras cordones interminables de hombres, de mujeres, de niños, cobijados todos aquel día bajo sus paraguas, que remedaban, yendo y viniendo y cruzándose, una larga procesión, una contradanza fantástica de hongos fenomenales.

El cubilete es verdad; el prestidigitador es mentira, ó si queremos llamarle verdad, habremos de llamarle verdad fantástica, verdad mentirosa, verdad en que la verdad sufre un escamoteo.

Pero creí ser juguete de una aparición fantástica cuando, al bajar los ojos, vi destacarse sobre la obscuridad, iluminado por el rayo de luna, un perfil puro y divino; así me lo pareció al menos en aquella fosforescente claridad, una cara inmóvil hasta el punto de hacerme dudar si era la estatua de alguna tumba: tan obstinadamente fijos en lo alto estaban sus ojos, como absortos en ardiente contemplación.

Durante algunos minutos, apoyado en la pilastra, Muñoz aguardó todavía, con la esperanza pueril de que Adriana por un milagro apareciera. Porque se había acostumbrado a esa secreta hora de voluptuosa alucinación, como se habitúa el fumador de opio a la caricia fantástica que se le desliza en los sentidos con el veneno de la droga. Al fin se decidió a marcharse.

No era una mujer nerviosa y fantástica, pero conocía ya bastante bien y a sus expensas el temperamento de su marido, para quien los granos de arena eran montañas y los céfiros violentos huracanes. Recordaba con terror su triste noche de novios y temblaba ante la idea de que se repitiesen aquellas escenas de desesperación y de lágrimas.

»Hubo en mi afecto por esta mujer una serenidad y una limpieza harto engañosas. Me la fingí etérea, fantástica; intangible, como deben ser los ángeles; inasequible, durante la vida mortal, como es el cielo. Hoy, cuando pienso que va a caer en brazos de un hombre, en balde lucho por apartar de las imágenes que mi fantasía me traza y presenta.

Es la gracia hecha mujer, aunque un poco caprichosa y fantástica y algo niña mimada. Su padre, el Barón de Brenay, no ve más que por los ojos de su querida hija, que es la única bonita, la única bien nacida y la única posible.

El sol, encendiendo los vidrios de sus mil miradores, salpicaba la ciudad con polvos de oro, y su blanca mole se destacaba tan limpia y pura sobre las aguas, que parecía haber sido creada en aquel momento, o sacada del mar como la fantástica ciudad de San Genaro.

El sol derrochaba sus tesoros de luz y color, como un bajá turco, en el recinto de aquella cámara oriental, demostrando una vez más que cuando él se empeña en formar una decoración brillante y fantástica, no hay tramoyista de teatro con todas sus lentejuelas, bengalas y telones que le ponga el pie delante.

Había en él dos señoras: una, joven, sentada en primera fila, y otra, de edad ya madura, casi oculta en el fondo... Parecía la primera una verdadera niña, delicada, fantástica, una de esas espirituales gatitas rubias que se crían a orillas del Sena y suelen tener, en efecto, todas las solapadas mañas de la raza felina.