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Actualizado: 7 de junio de 2025


En medio de las torturas del hambre pasó aquel día, que era el que hacía diez y nueve de la llegada de los guerrilleros al Falkenstein. Todos permanecían silenciosos, sentados en el suelo, los rostros demacrados y entregados a una especie de sueño sin fin.

Exactamente respondió la anciana, cuyas facciones revelaban una tenacidad inflexible. Entonces Hullin, con voz más firme, expuso su plan. El Falkenstein es nuestro punto de retirada; es además nuestro arsenal, y allí tenemos las municiones; el enemigo lo sabe, e intentará un golpe de mano por aquel lado.

Nada tan pintoresco como aquella parada en medio de la nieve, en el fondo del desfiladero rodeado de abetos altísimos que llegaban hasta las nubes; a la derecha, los valles se unen unos a otros hasta perderse de vista; a la izquierda, las ruinas del Falkenstein se recortan en el cielo.

; seguramente vienen de poner parapetos detrás del pinar para defender los cañones añadió Frantz. Escucharon otra vez; los pasos se acercaban. mismo no sabes qué hacer con esos tres prisioneros decía Hullin con brusquedad ; pero puesto que vas a volver esta noche al Falkenstein para traer municiones, ¿por qué no te los llevas? ¿Y dónde los meto? ¡Pardiez!

El batallón, reducido a la mitad, formó el cuadro detrás de la aldea de Charmes y subió lentamente por el valle del Sarre, deteniéndose de vez en cuando, como un jabalí herido que hace frente a la jauría, cuando los hombres de Piorette o los de Falsburgo le hostigaban mucho. Así terminó la gran batalla del Falkenstein, conocida en la sierra con el nombre de Batalla de las Peñas.

Materne prometió vigilar el desfiladero de la Aduana con sus dos hijos, Kasper y Frantz, y contestar a la primera señal que le hicieran desde el Falkenstein. Al día siguiente, Juan Claudio marchó a Dagsburg, muy temprano, para ponerse de acuerdo con su amigo Labarbe, el leñador.

Apenas hubo terminado el combate, cerca de las ocho, Marcos Divès, Gaspar y unos treinta guerrilleros subieron al Falkenstein con banastas llenas de víveres. ¡Qué espectáculo les esperaba allí! Todos los sitiados, tendidos en el suelo, parecían muertos. Por mucho que se les sacudía, por muy fuerte que se les gritaba en los oídos: «¡Juan Claudio!... ¡Catalina!... ¡Jerónimo!», no respondían.

Por entonces, Wetterhexe había observado desde hacía varios días mucha agitación en los desfiladeros cercanos, de gentes que marchaban en masa, con el fusil al hombro, en dirección del Falkenstein y del Donon. Indudablemente algo extraordinario pasaba.

Sobre el peñón del Falkenstein, en la cumbre de la montaña, se levanta una torre redonda, socavada por su base. Esta torre, cubierta de zarzas, espinos silvestres y mirtos, es tan antigua como la sierra; ni los franceses, ni los alemanes, ni los suecos la han destruido. La piedra y el cemento se han adherido con tal solidez, que no se puede arrancar el más pequeño fragmento de ella.

Es preciso hacer la señal: una gran hoguera en el Falkenstein. Hullin estaba muy pálido; volvió a ponerse los zapatos. Dos minutos después, con la recia zamarra sobre los hombros y empuñando una estaca, abría suavemente la puerta y marchaba a largos pasos, junto a Marcos Divès, camino del Falkenstein.

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