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Impresionados todos por el silencio de la noche, el blando vaivén de la barca sobre la superficie elástica del río y el suave rumor de los insectos que cantaban en las praderas de las márgenes, comenzamos, sin darnos cuenta, a bajar la voz. Al poco rato no se oía en la falúa más que cuchicheos y rumor de risas comprimidas.

Nada más fácil que a esa hora los marineros de mi falúa se empeñen en llevarnos al Moral, y como ustedes comprenden no sería cortés el desairarlos. La tertulia deploró esta determinación que la privaba de sacrificarse por la fraternidad universal, con risa inextinguible, voces y movimientos desordenados: «¡Qué don Mariano éste! ¡Siempre ha de tener esas bromas!

En la madrugada del siete de Abril de 1880 nos embarcamos en una falúa, habiendo puesto previamente en el bote que nos había de acompañar, escalas, cuerdas, picos, barretas y cuantos instrumentos creímos habían de sernos necesarios para explorar las costas del célebre Canal que divide las islas de Batan y Cagraray.

¡Jesús, María y José!, ¡qué horror! exclamó mi ama . ¿Y se salvaron? Nos salvamos cuarenta en la falúa y seis o siete en el chinchorro: éstos recogieron al segundo del San Hermenegildo. José Débora se aferró a un pedazo de palo y arribó más muerto que vivo a las playas de Marruecos. Los demás... y en ella cabe mucha gente.

La falúa que venía detrás lo recogió y lo entregó muy bien remojadito a su dueño, que no manifestó deseos por el momento de seguir apostrofando a las aves marinas. La escuadrilla continuaba acercándose al puñado de casas de El Moral, que distaban de Nieva legua y media próximamente. La villa se iba alejando cada vez más de nuestros viajeros, ofreciendo a sus ojos un espectáculo hermoso.

El jueves, el jueves, ¿qué tengo yo que hacer el jueves? ¡Ah, me parece que nada! ¿Llevaremos el impermeable? Yo creo que basta con el abrigo, etcétera.» Y en efecto, el jueves a las ocho de la mañana, la falúa de don Mariano y la de la Sanidad, limpias y aderezadas como dos muchachas en día de romería, aguardaban impacientes a la gente cabeceando una al lado de otra en el atracadero del muelle.

Cuando lo hicimos se veía muy poco: cuando saltamos a la falúa en el pequeño embarcadero de madera de San Juan, era ya noche cerrada. Yo, que no me había separado un instante de Gloria después de nuestra reconciliación, tampoco lo hice entonces, como es fácil de presumir. Senteme a su lado en la popa, teniendo cerca a Isabel y Villa, que tampoco habían andado muy apartados durante la excursión.

EN LA FALÚA DE LAS DE CIUDAD. ¡María Julia, Consuelo, mirad qué bonito hace el agua metiendo la mano dentro! ¡Lindísimo! Se va usted a mojar el vestido, Amparo. ¡Mire usted qué penachitos blancos tan monos salen por entre los dedos, Suárez! Preciosos..., pero se va usted a mojar la manga del vestido. Aguarde usted un poco... Me la voy a remangar... Ea, ya está bien... Mire usted, mire usted...

La mayor parte de los hombres permanecimos en pie, sirviéndoles los panalitos. La verdad es que todos estábamos necesitados de un rato de sombra verdadera, porque la del toldo de la falúa dejaba mucho que desear. Joaquinita, que, por lo visto, tenía ganas de mortificarme, me demandó un vaso de agua.

En su fondo tranquilo vivían felices las perlas y los corales, las blancas sirenas, los peces azules... La falúa, al oprimir su húmeda espalda, formaba entre proa y popa un lecho ancho y cómodo con bordes de espuma, un lecho que convidaba a dormir eternamente con el rostro vuelto al cielo, mirando resbalar por el seno transparente del agua el fulgor de las estrellas...