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Veinticuatro tronos se extendían en semicírculo, y en ellos veinticuatro ancianos con vestiduras blancas y coronas de oro. Cuatro animales enormes cubiertos de ojos y con seis alas parecían guardar el trono mayor. Sonaban las trompetas saludando la rotura del primer sello.

Nuestros dominios se extendían por toda la nación, de punta a punta, y no había provincia donde no poseyésemos algo. Todo contribuía a la gloria del Señor y a la decencia y bienestar de sus ministros; todo pagaba a la catedral: el pan al cocerse en el horno, el pez al caer en la red, el trigo al pasar por la muela, la moneda al saltar del troquel, el viandante al seguir su camino.

Las creencias religiosas extendían sus alas con toda amplitud en este ambiente de peligro y de muerte, y al mismo tiempo adquirían nuevo valor las supersticiones más grotescas, sin que nadie osase reír de ellas. Al salir de uno de los subterráneos, en mitad de un espacio descubierto, encontró á su hijo.

Se diría que cuando la Reforma parecía que iba á extenderse como voraz incendio por todo el mundo civilizado, y ya que no á extinguir á empequeñecer la cristiandad católica, Dios suscitó para ésta un campeón poderoso, cuyas huestes combatieron sin descanso la herejía y la vencieron á menudo en Europa, mientras que al mismo tiempo extendían la fe católica por el resto del mundo, ganando para ella más almas en países remotos y en inexploradas regiones que las que en Europa había perdido por culpa de Lutero y de los otros heresiarcas del siglo XVI.

Las muchachas de la vendimia se extendían por la escalinata de sus viñas, cortando los racimos de grano pequeño y apretado. Luego los tendían á secar en unos cobertizos llamados riurraus. Así se producía la pasa menuda, preferida por los ingleses para la confección de sus puddings. La venta era segura: del mar del Norte venían los buques á buscarla.

Al cabo de algún tiempo de contemplarlas fijamente, Marta sintiose turbada. Creyó advertir en ellas cada vez más ansia de tragarla y que expresaban su deseo con gritos rabiosos y desesperados. Retrocedió un poco y tomó la mano de Ricardo sin comunicarle el miedo pueril que la embargaba. La sábana de espuma que las olas extendían, en vez de besarla, pensaba que le mordía los pies.

Subía, subía constantemente, y de nuevo me preguntaba cuándo concluiría aquella ascensión interminable donde se encontraba la tierra prometida. La naturaleza había variado, y ahora se extendían a mi vista extensos y frondosos bosques de variados pinos. Al frente, altos picos inaccesibles. ¿Habría también que transponerlos? De pronto, un grito de asombro se me escapó del pecho.

Más allá del andén, extrañamente silencioso ya, resplandecía el cielo claro, de acerado azul; se extendían monótonas las interminables campiñas; los rieles señalaban como arrugas en la árida faz de la tierra. Un gran silencio pesaba sobre la estación. Quedáronse inmóviles los acompañantes, como sobrecogidos por el aturdimiento de la ausencia.

El piso bajo, ventilado solamente dos veces al mes por el jardinero, que al mismo tiempo era conserje, olía á humedad. Pero las ventanas daban á una gran pradera á la que servían de marco hermosas arboledas, y á lo lejos, más allá de la llanura, los bosques comunales de Saint-Victor extendían sus ramas sombrías en las que cantaban los melancólicos cucos.

En la calma de este retorcimiento tempestuoso e inmóvil, en la soledad de estos campos poblados de espantables y perennes visiones, cantaban los pájaros, extendían su invasión hasta el pie de los troncos carcomidos las flores silvestres, y las hormigas iban y venían en infinito rosario, socavando como mineras infatigables las añosas raíces.