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La torre de la catedral, que a la luz de la clara noche se destacaba con su espiritual contorno, transparentando el cielo con sus encajes de piedra, rodeada de estrellas, como la Virgen en los cuadros, en la obscuridad ya no fue más que un fantasma puntiagudo; más sombra en la sombra.

El pastor cerró la puerta de la garita con la rapidez del rayo, pero Yégof no lo vio. El loco caminaba por el desfiladero como por una inmensa sala; a izquierda y derecha se alzaban tajos ingentes; en lo alto brillaban millones de estrellas.

Era un buque humano que había cortado con la quilla de su pecho las espumas arremolinadas en los escollos y las aguas pacíficas, en cuyo fondo chisporrotean los peces entre ramas nacaradas y estrellas movedizas como flores.

La etiqueta, según se entendía en Vetusta, era la ley por que se gobernaba el mundo; a ella se debía la armonía celeste. Suprimida la etiqueta, las estrellas chocarían y se aplastarían probablemente. ¿Qué sabía de estas cosas la sobrinita? Esta era la cuestión.

Los tales discos llegaban casi á la cintura de sus guías, y eran de oro macizo, teniendo por adorno el relieve de una gran águila con las alas desplegadas y una especie de escudo con rayas y con estrellas. Volvió á decaer el interés mientras iban desfilando otros esclavos por parejas.

Este gran silencio del campo, después del inmenso bullicio de París, ¡es adorable! Quedémonos ahí, sin decir nada. Miremos el cielo, la luna y las estrellas. Los cuatro, con sumo placer, ejecutaron este pequeño programa.

Sólo Dios podía ser su banquero, pagándole con estrellas como si fuesen monedas; ¿y quién sabe si el mismo Dios sería capaz de resistir el centésimo golpe de cinco francos, siempre doblando, y no tendría que declararse en quiebra?... Se sumió por algún tiempo en la contemplación interna de su grandeza.

Pero ahora, ¿esta noche? Tanto mejor. Agarrados de las manos salieron al camino, al estrecho camino por el que una vez la habían conducido sus cansados pies a la puerta del maestro, y que parecía no deber pisar sola ya más. Miriadas de estrellas centelleaban sobre sus cabezas.

Las estrellas desde el cielo nos hacían guiños, como si nos invitasen á gozar apresuradamente de aquellos momentos felices, que no habían de volver. Á lo lejos sólo se veían, como fuegos fatuos, los faroles de los serenos. Llegamos por fin á casa.

Lo cierto es que el malagueño soportaba su derrota con más filosofía que yo lo había hecho. El firmamento se había poblado de estrellas. La luna aún no aparecía. Apartámonos de la orilla y los remos comenzaron a chapotear dulcemente sobre el agua. El calor había cedido, pero no cesaba.