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Actualizado: 12 de octubre de 2025


Al poco tiempo su alma ardiente, sagaz, voluntariosa, simpatizó con la de Luis, tímida, infantil, llena de piedad y ternura. Más maestra en el arte de hacerse amar que la niña de Estrada-Rosa, logró pronto inspirar al conde confianza y afecto; le envolvió en una malla espesa de confidencias, no sólo referentes a sus amores, sino de toda la vida. Le confesó tan bien como el más hábil jesuita.

Los interesados tuvieron noticia de ella y quisieron evadir el golpe, primero ocultando el día en que se había de celebrar el matrimonio, después celebrándolo fuera de la población. Pero no les valieron de nada sus precauciones. Los pollos olfatearon que la ceremonia se celebraría en los primeros días de Febrero, en la posesión que Estrada-Rosa poseía a media legua de Lancia.

En una carroza tirada por cuatro bueyes vestidos con percalina roja, sus cuernos adornados con ramaje, venían tres máscaras, queriendo figurar una a Fernanda Estrada-Rosa, otra a su padre y otra a Granate. Este último traía un sombrero de cuernos. De vez en cuando se paraba la carroza y ejecutaban una farsa ridícula y grosera que hacía bramar de regocijo a los curiosos que en torno se reunían.

La heredera de Estrada-Rosa se volvió rápidamente y hundió el rostro, cubierto de rubor, en las almohadas. El aumento del contingente. Las terribles dificultades que debían de surgir para el matrimonio de Emilita, a causa de las opiniones antibélicas de su padre, se orillaron con más facilidad de lo que podía esperarse.

Desde su rincón, donde estaba como un oso aletargado, dirigíale miradas torvas, agresivas. ¿Qué había pasado en casa de Estrada-Rosa cuando el indiano fue a ella en demanda de la mano de la señorita?

Mientras tales sucesos se efectuaban en Altavilla y en las calles adyacentes, D. Juan Estrada-Rosa, presa de irritación indescriptible, se paseaba agitadamente por su gabinete mesándose los cabellos. Los consuelos hipócritas del marica de Sierra no lograban calmarle. Hablaba de salir a la calle y arrojarse sobre la insolente muchedumbre.

De coches no había que hablar, pues sólo existían tres en la población, el de Quiñones, el de la condesa de Onís y el de Estrada-Rosa. Este último era el único que no alcanzaba el medio siglo de antigüedad. Cuando cualquiera de las tres carrozas salía a la calle, rodeábala un enjambre de chiquillos y seguíanla buen trecho en testimonio de incondicional entusiasmo.

Jaime Moro volvió a trincar a Fray Diego y a D. Juan Estrada-Rosa y los arrastró hasta la mesa del tresillo. D. Juan había perdido y se mostraba reacio, pero el simpático mancebo logró convencerle con astucia de que, si no le había dado el naipe por la mañana, era porque él, Moro, nunca había perdido a esa hora. Cuando le venía la mala era por la tarde.

A casa de D. Juan Estrada-Rosa iba a las tres, a la hora del café; con la condesa de Onís tomaba chocolate todas las tardes; por la noche era tertulio asiduo de la señora de Quiñones. Había otras familias que visitaba también con mucha frecuencia.

Pues nada, este infeliz se figura prosiguió el marica, sin hacer caso de la mirada recelosa que le dirigió que porque Fernanda Estrada-Rosa gasta algunos remilgos no le gustan las peluconas como a todo hijo de vecino... ¡Tonto, tonto, más que tonto! Hombre, Fernanda ya es otra cosa manifestó el Jubilado, que no estaba en el ajo Es una chica muy rica y no necesita casarse por el dinero.

Palabra del Dia

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