United States or Malaysia ? Vote for the TOP Country of the Week !


Salió don Bernardino satisfecho, muy satisfecho; en el saloncito tropezó con un empleadillo, que traía la carpeta de notas a la firma de S. E. y rondaba la entrada del despacho, esperando el fin de la entrevista, y Esteven pasó erguido, sin dignarse atender a la mirada provocativa que los ojillos de víbora del cuñado le lanzaron, desde el fondo del salón rojo.

Un abogado vino a verle un día, de parte de Esteven, para que firmara ciertos documentos que eran indispensables para la terminación de la testamentaría, y él firmó y firmó también Casilda, al pie del nombre de Gregoria, estampado el suyo con segura mano; deseosos ambos de concluir de una vez, sin protesta, porque no tenían ya fuerza para seguir la lucha.

Y misia Casilda, tan bondadosa y tranquila siempre, una malva, según la expresión de sus amigos, honroso calificativo de que rara vez es merecedora una solterona, no podía estarse quieta, porque aquel tema de los Esteven la sacaba de sus casillas; movía los vasos, cambiaba los platos, con movimientos nerviosos, sin fijarse donde colocaba los objetos, hablando a borbotones.

Y Quilito echó mano al clavo ardiendo, largando el nombre de su tío, don Bernardino Esteven. Eso es otra cosa exclamó el usurero; conozco mucho al señor Esteven; cuente usted, mi amigo, con la cantidad pedida. Espero que no hablará usted a mi tío, ni a nadie, de este asunto.

Entretanto, los Esteven subían, subían y subían, como globo hinchado por el gas, y hoy era una casa en tal parte, y mañana dos y luego tres, coche, palco, caballos y mucho ruido y mucha bambolla. ¿De dónde salían estas misas? ¿Era de los negocitos del marido, de los picholeos equívocos, de la jugarreta de Bolsa? A otro, que no cuela.

Y misia Gregoria, con indiferencia estudiada, explicó que Esteven se había ido por sus negocios: un paseo de ocho días y nada más. Este nombre, torpemente lanzado por la inocente niña, acabó de helar la entrevista, ya de suyo glacial; misia Casilda esperaba el momento de poder levantarse, y misia Gregoria deseaba impaciente verlo llegar.

Quilito llevaba, a guisa de bandera, el faldón de don Raimundo, y gritaba: ¡Muera Schlingen! Susana Esteven repasaba al piano una sonata de Beethoven. Antes de salir a compras, en compañía de Angelita, su madre le había dicho: ¡Me atacas la cabeza, Susana, con esa sonata! Parece que tocas a ánimas o que llamas a misa.

Y el oro, desconfiado como ninguno, asentado con firmeza sobre el 348, no se movía, imperturbable; apostrofábanle los bajistas, le hostigaban los alcistas, y él, quieto, cansado, sin duda, de su ascensión violenta, esperando nuevas fuerzas para seguir su vuelo de águila. Esteven, entretanto, se irritaba.

Caminaba muy despacio. Así llegó a la casa de Esteven y el mismo espectáculo que sorprendió a misia Casilda, le chocó a él igualmente.

Ya cantó el gringo murmuró Jacinto. ¿Con qué piensas pagarlos? preguntó otra vez Esteven. Silencio prolongado, obstinado de Jacintito.