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Actualizado: 4 de julio de 2025
Vestía de negro y el velillo del sombrero cubría su cara. Esbelta y de gracioso andar, sus caderas movíanse con armónica cadencia, y a cada paso resonaba el fru-fru de la fina ropa interior. Luis percibía el mismo perfume de la carta que guardaba en su bolsillo. Sí, era ella. Pero cuando estuvo a pocos pasos, el movimiento de sorpresa de su cochero le avisó antes que su vista. ¡Ernestina!
Y mientras el cochero corría a un ventorro inmediato, Luis intentó tranquilizar a su mujer. Vamos, Ernestina, serenidad. No es para tanto. Esto es ridículo. Pareces una niña. Pero ella aún gemía cuando llegó el cochero con una botella llena de agua. En la precipitación había olvidado el vaso. No importa, bebe. Ernestina cogió la botella y se levantó el velillo. Ahora la veía bien su marido.
Atrás se quedaron los Viveros con sus regocijadas bodas; los valses sonaban lejanos, como vagos estremecimientos del aire, y Ernestina seguía infatigable, hablando cada vez más cerca del oído de su esposo. Ella viviría tranquila, sin molestarle, si no existieran los celos. Porque ella se sentía celosa.
Ernestina no se resignaba, y se revolvió queriendo volver a él. Le amaba de veras; lo pasado eran niñadas, ligerezas; pero aun cuando esto halagaba a Luis, provocaba su indignación como una amenaza a su libertad, milagrosamente recobrada.
Pero como a Luis le habían dicho esto mismo todos los que fueron a hablarle en favor de Ernestina, lo escuchaba como quien oye una música antigua y empalagosa. Vuelto casi de espaldas a su mujer, miraba el camino, los Viveros, bajo cuyas arboledas bullía una alegre multitud. Los pianos de manubrio lanzaban sus chillonas notas, semejantes al parloteo de pájaros mecánicos.
El sol metía sus rayos por debajo de la capota; el ambiente parecía impregnado de fuego, y el obligado contacto dentro del carruaje comenzaba a comunicarle el suave y voluptuoso calor de aquel cuerpo adorable... ¡Qué desgracia que aquella mujer tan hermosa fuese Ernestina! Era una mujer nueva. Experimentaba junto a ella impresiones sólo sentidas en su época de noviazgo.
Hacíale gracia pensar, mientras marchaba a una cita de amor, en su mujer, aquella Ernestina cuyo recuerdo raras veces venía a turbar las alegrías de su vida de soltero, o como decía él, de marido emancipado. ¿Qué haría ella a tales horas? Cinco años que no se veían, y apenas si tenía noticias suyas.
Sesenta y cuatro... sesenta y tres; ya no faltaban más que sesenta y tres kilómetros para llegar a Buenos Aires. ¡Bestia de mí! Siempre se llega demasiado pronto. ¡Para lo que se encuentra al final!... Y una sonrisa de cansancio dejaba al descubierto su dentadura con engastes de oro. Ernestina expuso sus ilusiones, acompañándolas con un gesto de humildad. Ella era artista y ansiaba la gloria.
Palabra del Dia
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