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Actualizado: 6 de junio de 2025


La enferma, arrodillada ante el altar sin soltar los zapatos, mostrando por entre las faldas las plantas de los pies amoratadas y sangrientas por los arañazos de las piedras, repetía el estribillo al final de cada estrofa, implorando la protección de la Virgen. Su voz sonaba débil, triste, como un vagido de niño enfermo.

Pero, desgraciadamente, hacía ya mucho tiempo que le adornaban estas buenas cualidades... porque tenía 67 años, con un aditamento de varias heridas y reumatismo, a lo que había que agregar la gota con todas sus prerrogativas, es decir, la impaciencia, la acritud y un humor endiablado: fuera de esto, era extremadamente amable siempre que no estaba enfermo... y solía estarlo diez meses al año.

Sobre eso ya sabes cuáles son mis ideas replicó él de buen humor . ¿Crees que han variado desde que estoy enfermo, y que los hombres piensan de un modo cuando tienen el estómago como un reloj, y de otro cuando la maquina principia a descomponerse?

«Me a pensar en mi suerte. Me solo en el mundo, sin padres, sin parientes, sin amigos. ¿Quiénes me amaban? Dos ancianas que estaban, sin duda, a orillas del sepulcro; un pobre médico, rendido al peso de los años; un buen servidor; un maestro de escuela, enfermo y miserable; una niña desgraciada, huérfana, condenada a padecer.

No he podido aún sondar el fondo del abismo en que estamos sumergidos. Una semana después de la muerte de mi padre, caí gravemente enfermo, y sólo con mucho trabajo, después de dos meses de sufrimiento, he podido dejar nuestro castillo patrimonial, el día en que un extraño tomaba posesión de él.

Pasó en breve el acceso, y volvió el enfermo a caer en el marasmo de antes... Pero ¿qué diablos veía yo en Lituca que me cautivaba más la atención en aquellos momentos que el pasmo de su abuelo y la angustiosa situación de mi tío? ¿Qué había en ella de nuevo y de extraño para ?

, lo soy gritó el enfermo, ahogándose . Me gusta el orden... me gusta lo antiguo... que manden los que tienen que perder. ¿Y la religión? ¡Ah, la religión!... Por ella daría la vida. Y se llevó una mano al pecho, respirando angustiosamente, como si le ahogase el entusiasmo.

El señor Le Bris le seguía con el rabillo del ojo, como a un enfermo al que hay que evitar una recaída. Le hablaba muy raras veces de París, nunca de la calle del Circo.

Algunas veces contaba con los accidentes de aquel género de vida debilitante para sorprender en falta a Magdalena y apoderarme de un espíritu tan seguro de mismo, pero eso no sucedió: Estaba yo casi enfermo de impaciencia.

Si lo hace por caridad, de veras digo que es usted una santa. El pobrecito está enfermo, y no puede valerse».

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