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La baronesa de La Deuda Flotante, definitivamente domiciliada en Vetusta, se atrevió a decir encogiendo los hombros: Dígase lo que se quiera; estos extremos no son propios... de personas decentes. El Marqués apoyó la idea muy eruditamente. Eso es piedad de transtiberina. Justo dijo la baronesa, sin recordar en aquel instante lo que era una transtiberina.

Sin tiempo para retroceder, y adivinando que no cabrían los dos en el angosto pasadizo, Gasparón encogiendo el cuerpo se hizo a un lado: llegó el muchacho como un rayo, se desvió mal, sufrió el encontronazo y cayó de bruces, quedando casi fuera del tablón estrecho que formaba el piso suspendido sobre el vacío del patio, y sin lugar a donde asirse.

Hacía tiempo que le habían a ella chocado las libertades que se tomaba, sus aires de dueño de casa, la impertinencia con que respondía a toda observación, encogiendo, los hombros desdeñoso.

Debía usted hacerme amigo de ellos. No se tratan con nadie en el buque. Los dos se mantienen aparte, encastillados en su importancia. Pero Ojeda sonrió, encogiendo los hombros, y dijo malignamente, para irritar a su amigo: Si yo fuese brasileño, temblaría sólo al ver los baluartes de legajos que trae ese buen señor.

Tardó en contestarme; noté eso, que tardaba en hablar. En fin, encogiendo los hombros, me dijo: «, efectivamente, para gastos preliminares, de preparación... pero tengo orden, ahora que me acuerdo, de pagar a usted inmediatamente ese dinero». Yo, la verdad, extrañaba que haciendo tan pocas horas que usted había recogido los cuartos... pero a , ¿quién me metía en averiguaciones?, ¿no es eso?

Era el mismo aucamiento de la otra noche, pero sordo, quedo, ronco, como si el que lo lanzaba tuviese miedo de que el grito se esparciese demasiado, colocando sus manos en torno a la boca para enviarlo con esta bocina natural únicamente hacia la torre. Pasada la primera sorpresa, rio silenciosamente, encogiendo los hombros.

Antes morir los dos de miseria, que ver a la adorada, a la dulce Feli, degradándose de nuevo con las fatigas de la obrera. Ella era una señorita: la mujer de un escritor. La muchacha acogió estas protestas encogiendo los hombros.

Don Víctor siempre el mismo para su don Álvaro; seguían las confidencias acompañadas de cerveza... pero Ana jamás se presentaba. Si don Álvaro se atrevía a preguntar por ella, don Víctor fingía no oír, o mudaba de conversación; si el otro insistía, Quintanar suspiraba y encogiendo los hombros decía: ¡Déjela usted... estará rezando! ¡Rezando!... Pero tanto rezar puede matarla....

¿Qué quiere usted decir? gritó. ¿Desea usted pelear? y avanzó con los puños cerrados. No deseo pelear fue mi rápida respuesta. Lo único que le ordeno es que deje en paz a esta dama. Puede legalmente ser su esposa, pero yo asumiré el papel de su protector. ¡Oh! exclamó, encogiendo el labio con burla. ¿Querría saber con qué derecho interviene usted entre nosotros?

Tendió Micromegas con mucho tiento la mano al sitio donde se vía el objeto, y alargando y encogiendo los dedos de miedo de equivocarse, y abriéndolos luego y cerrándolos, agarró con mucha maña el navío donde iban estos señores, y se le puso sobre la uña, sin apretarle mucho, por no estruxarle.