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Actualizado: 22 de junio de 2025


Pepita encendió una bujía y la fue acercando a cada uno para que le viésemos bien, mientras el señor de Anguita, que traía constantemente las manos atrás, separaba de vez en cuando la derecha para señalarnos los primores de ejecución que abundaban en casi todos.

¡Pagados! repitió Miranda, en cuya pupila mortecina y térrea se encendió breve chispa . ¡Pagados! ¿Y con qué derecho, señora? Quisiera saberlo.

Se encendió el árbol, y la patrona produjo un gran jarro de vino caliente con especies aromáticas. Comenzamos todos a berrear en torno del pino: Weinachtsbaume... Weinachtsbaume...

Sin la oportunidad maternal, me metía en un lindo barrizal pensó con una satisfacción que alivió un poco la amargura de sus pesares. Decididamente, mi señora madre tiene un olfato maravilloso y haré muy bien en seguir sus consejos más o menos directos. ¿Un buen matrimonio?... Encendió un cigarro y fue a asomarse a la ventana que daba a la playa.

De una pequeña alacena sacó una vieja linterna herrumbrosa, y la encendió cuidadosamente, mientras nosotros dos la mirábamos llenos de interés y faltos de aliento. Después echó llave a la puerta y la aseguró con una barra de hierro, cerró los postigos de la ventana, y quedamos en tinieblas. ¿Iríamos a ver acaso alguna ilusión sobrenatural?

En la cocina no había sino una criada, que encendió una bujía y le acompañó hasta su habitación, dándole después las buenas noches. Al cerrar Delaberge las ventanas del cuarto, pensó que Rosalinda estaba muy cerca y que al día siguiente, si quería, podría indemnizarse de su desencanto de aquella tarde haciendo una visita a la señora Liénard. Esta idea volvió la serenidad a su espíritu.

Juana encendió en un fósforo su cigarro y se puso a fumar con el mayor aplomo en medio de las aclamaciones de los asistentes. Al cabo de algunos instantes: Es verdad dijo, ¡esto me hace mal! Y, volviéndose al capitán que estaba a su derecha, y quitándose el cigarro húmedo de sus labios: Tome le dijo, acábelo usted.

Así que sacié mi apetito, levantó la mesa la sirvienta, se encendió un espléndido fuego en el hogar, y nos sentamos, el cura y yo, cada uno a un lado de la chimenea. Veamos, pues, Reina, hablemos seriamente. ¿Qué tienes que contarme? Adelanté mis piececitos hacia las llamas del hogar y respondí tranquilamente. Mi cura, me muero.

Lo primero con que tropezaron sus ojos fué con el baúl de Soledad cerrado en medio de la sala. Dejó la lámpara sobre la mesa, comenzó á pasear por la estancia chupando el cigarro y envolviéndose en nubes de humo. Concluyó el cigarro y encendió otro, y después otro. Fumaba maquinalmente y daba vueltas, hasta que concluyó por marearse.

A este nombre, que ninguna voz humana había hecho resonar en sus oídos por tanto tiempo, Lucía se encendió y se puso como una guinda; y bajando los ojos, murmuró: Subamos a nuestras habitaciones.... Pilar, vente. Echame así, un brazo al cuello... otro a Sardiola... apóyate sin miedo, anda.... ¿Quieres que te llevemos a la silla de la reina?

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