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Se nos presentaba, pues, una perspectiva de gratas conferencias, que me embriagaba de alegría. Concluirán por saberlo más tarde o más temprano dijo. Pero ¿qué? Trabajo les mando si intentan llevarme la contraria. Y en sus ojos hermosos vi arder una chispa de travesura provocativa que me convenció, en efecto, de que no sería empresa fácil conducirla por caminos que ella no quisiera seguir.

Nuestro ambiente social era distinto, y mientras ella se embriagaba con la dicha de mi nombre se me consideraba buen mozo entonces yo vivía en una esfera de mundo donde me era inevitable flirtear con muchachas de apellido, fortuna, y a veces muy lindas. Una de ellas llevó conmigo el flirteo bajo parasoles de garden party a un extremo tal, que me exasperé y la pretendí seriamente.

Comprendió que era inútil resistir. A toda hora, el perfume de la mujer le embriagaba. Estaba en el ambiente, en su boca, en sus manos, en sus vestidos. Era el dejo axilar, mezclado a un perfume de jazmín y de algalia. Sus besos húmedos, anchos, tenaces, se le quedaban en los labios. Ella no le hizo sufrir la tortura de una larga impaciencia.

Se le nublaron los ojos, y apoyándose en un farol, dijo para : «Que me da, que me da». Era el ataque epiléptico, que se anunciaba; pero tanto pudo su excitación, que lo echó fuera, irguió la cabeza, se sostuvo firme... Pasó un momento. Nunca había sentido más energía, más resolución, más bríos. El ruido de las músicas le embriagaba. Vio pasar uno y otro coche.

Me mantuve a distancia, y mientras la de Jansien me confiaba a voz en cuello sus ideas soldadescas sobre el grande y único negocio de la vida, que es el amor, yo me embriagaba, de lejos, con la belleza de Luciana, con su ingenio, con su gracia, con los incomparables encantos de su talle y de sus movimientos, y pensaba que aquellos tesoros eran míos. ¿Comprendes que haya yo podido agradarla?

No se trataba, después de todo, de un cadete inexperto. Era un comandante que frisaba en los cuarenta, cuando no los hubiera cumplido ya, hombre, al parecer, avezado al trato de mujeres y muy metido en sociedad. La plática le embriagaba.

Ni una palabra sobre lo pasado, nada sobre la deslealtad del joven que nuevamente la engañaba, callándola que ya no era libre y prometiéndola no separarse más de ella. Benedicta fingió creerlo y lo embriagaba de caricias para mejor afianzar su venganza. Entretanto el moscatel desempeñaba una función terrible. Benedicta había echado un narcótico en la copa de su seductor.

El perfume de sus pañuelos la embriagaba, deslumbrábale el brillo de sus joyas, y las palabras lisonjeras, insinuantes, con que la envolvía sin cesar arrullaban dulcemente su corazón virginal. Según trascurría el tiempo iba perdiendo paulatinamente aquel humor chancero. Se había hecho más grave, más reservada y tímida. Creció asimismo su susceptibilidad hasta lo indecible.

Vamos allá: ya acaban los oficios y salen los canónigos. Luna sentía el anonadamiento de la admiración siempre que entraba en el coro. Aquella sillería alta, obra en un lado de Felipe de Borgoña y en otro de Berruguete, le embriagaba con su profusión de mármoles, jaspes y dorados, estatuas y medallones. Era el espíritu de Miguel Ángel que resurgía en la catedral toledana.

Principalmente la idea de que todo el mundo se ocuparía de él dentro de poco le embriagaba, le hacía sonreír con cierto modo diabólico y jactancioso. La aberración de su pensamiento le llevaba a las generalizaciones, como en otros muchos casos en que la demencia parece tener por pariente el talento.