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Actualizado: 25 de junio de 2025
En cambio, en el salón de baile su juiciosa conducta le había valido el apodo de Nuevo Continente. Y bien, Tumba de los secretos dijo la señora Chermidy con su ligero acento provenzal , ¿ha cumplido usted mi encargo? Sí, señora. ¿Se trata de la tísica en cuestión? Sí, de la señorita de La Tour de Embleuse.
El señor de La Tour de Embleuse, sentado en un rincón del jardín, frente a la casa, se parecía al animal que ha corrido tres días por el desierto en busca de agua fresca y que se detiene con el último impulso ante el manantial deseado, con el ojo sangriento y la lengua colgando.
Aun está en la habitación del señor duque. Semíramis salió y la señora de La Tour de Embleuse se dirigió a la habitación de su marido. Cuando se disponía a abrir la puerta, oyó la voz del duque, clara, alegre y vibrante como un clarín. ¡Cincuenta mil francos de renta! decía el viejo . ¡Ya sabía yo que volvería la fortuna! El doctor Carlos Le Bris era uno de los hombres más apreciados de París.
Le importaba mucho conocer con exactitud el estado de Germana y llevar la cuenta de los días que le quedaban de vida. El señor de La Tour de Embleuse le confió un día todas las cartas del doctor Le Bris. Su lectura produjo en ella tal impresión que hubiera caído enferma de no ser más fuerte que todas las enfermedades. Se vio traicionada por el médico, por el conde y por la Naturaleza.
Germana le pidió perdón por su cobardía. Espere usted dijo , ya me verá ante el enemigo. Debo llevar dignamente el nombre de ustedes. ¿No soy el último vástago de los La Tour de Embleuse? Los testigos del conde fueron el embajador de España y el secretario de la legación de las Dos Sicilias. Los de Germana, el barón de Sanglié y el doctor Le Bris. Todo el faubourg fue invitado a la misa.
La pasión es un nivel brutal que iguala a todos los hombres. El señor duque de La Tour de Embleuse hubiera podido desempeñar su parte a las nueve de la mañana en el vestíbulo, en el concierto de los domésticos del palacio Sanglié. No obstante, bien pronto apareció el hombre educado. El duque metió el oro en el cajón y dijo con una frialdad estudiada: «Esto es de Germana; guárdalo bien, hija mía.
A fe de gentilhombre que si alguien muriese aquí no se encontraría con qué enterrarle. ¡Tanto peor! ¡tanto peor! ¡nobleza obliga! El duque de La Tour de Embleuse no es un ama seca, ¡y sobre todo del hijo de la señora Chermidy! Antes me dejaría morir en un jergón. Doctor, estoy muy contento de que me haya puesto a prueba y no le guardo ningún resentimiento.
Aquel mundo peligroso, que es maestro en adular todos los vicios de que vive, hizo un recibimiento triunfal al duque de La Tour de Embleuse y le aplaudió su juventud póstuma que salía de la miseria como Lázaro de su tumba. Le probaron que tenía veinte años y él intentó probárselo a sí mismo.
El señor de Sanglié iba de cuando en cuando a llamar a la puerta de los de La Tour de Embleuse. Era su antiguo propietario, el testigo de boda de Germana y el amigo de la familia. A la duquesa la encontraba siempre, al duque nunca; pero todo París le daba noticias de su deplorable amigo. Resolvió, pues, salvarle, del mismo modo que antes le había dado alojamiento, por el honor del linaje.
Después de dos horas de conversación, el señor de La Tour de Embleuse desembrolló el caos de sus ideas, lloró la muerte de su hija, temió por la salud de su esposa, lamentó las tonterías que había hecho y estimó a la señora Chermidy en su justo valor. El señor de Sanglié le dejó a la puerta de su casa muy aliviado, ya que no curado.
Palabra del Dia
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