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Actualizado: 9 de mayo de 2025
Al fin acabó por cansarse, quedando inmóvil, con el hocico babeante y la cabeza baja, tembloroso sobre sus piernas, y entonces Gallardo abusó de la estupefacción de la bestia, quitándose el calañés y tocando con él su cerviz. Un aullido inmenso se elevó detrás de la empalizada saludando esta hazaña.
Comenzaba a arrepentirse de su brutalidad. ¡Pobre Mina!... Pero ella, protestando de esta conmiseración, giró la cabeza sobre su hombro hasta apoyar la nuca, y en tal postura, con los ojos llenos de lágrimas y sonriendo al mismo tiempo, se elevó en busca de su boca, devolviéndole las caricias con un beso largo, interminable.
Mostró el griego sus cartas, arrojándolas sobre el tapete. «Ocho.» Un murmullo de aprobación se elevó en torno de la mesa. Los admiradores de su buena suerte se regocijaron como de un triunfo propio. Tomó las cartas del lado opuesto, que le ofrecía el croupier, y las mostró después de examinarlas rápidamente. Ahora el murmullo fué de asombro. ¡Ocho también! Iba á ganar.
Pronto quedaron instalados caballeros y escuderos en una de las lanchas y sus caballos en una barcaza prevenida al efecto. Apenas llegó el barón á tierra hincó la rodilla y elevó al cielo ferviente súplica. Después sacó de su pecho un pequeño parche negro y poniéndoselo sobre el ojo izquierdo lo ató firmemente, diciendo: ¡Por San Jorge y por mi dama!
Miserable generación de un día, hijos del acaso y la fatiga. Razón tenía el sabio Sileno. «Lo mejor para vosotros en primer lugar es no haber nacido: en segundo lugar morir pronto.» Regalado no estaba tan desengañado de la existencia, pero quiso mostrarse amable y elevó los ojos al cielo en señal de asentimiento.
Corría un fresquecillo ligero y sano que agitaba los árboles. Las hojas marchitas se desprendían, giraban un momento y caían después como lluvia sobre el césped. Cuando el sacerdote elevó la Hostia, la gaita y el tambor tocaron con brío la marcha real, el hombre de los cohetes disparó profusión de ellos en un instante; la muchedumbre se inclinó aún más, hasta tocar casi con la frente en el suelo.
Un murmullo de curiosidad se elevó del corro, semejante al que surge de una reunión electoral cuando el discurso del candidato queda cortado por una objeción imprevista. Todos los ojos se volvieron hacia el viejo, que se rascaba la cabeza, mirando al suelo con una expresión de inquietud y de duda. De pronto sonrió, triunfante.
Y como si esta obligación que se imponía de dormir con zozobra, pronto a exponer la piel en defensa de su antiguo amo, rompiese la calma en que se había mantenido hasta entonces, el payés elevó los ojos y juntó sus manos: ¡Ay, Siñor!¡Siñor!... El diablo andaba suelto; volvía a repetirlo: ya no había tranquilidad.
Y el buen muchacho, obediente a la voz de su tío, púsose en pie, y empuñando un enorme tenedor y el afilado trinchante, hizo una carnicería que elevó protestas. Doña Manuela le miró severamente. Pero ¡cuán desmañado era! Don Juan intervino, viendo que su sobrino se conmovía: Vaya, otra vez lo hará mejor el chico, ahora... a lo que estamos.
Con estos sermones y consejos póstumos, con una amistad llena de veneración, que D. Acisclo mostró siempre al marqués, más aún cuando pobre que cuando rico, y con los cuidados con que le atendió en los últimos días de su vida, sin que ni remotamente entrase en todo ello la menor idea de desagravio, pues pensaba haberle favorecido y no ofendido, don Acisclo se elevó a considerable altura moral e intelectual en el ánimo del marqués, quien al morir le dejó confiada la joya más hermosa que aún poseía en este mundo.
Palabra del Dia
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