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Los alemanes no nos han hecho ni bien ni mal; de los italianos no tenemos agravios que vengar y los queremos bien, salvo algunas damas elegantes y devotas y cierto número de católicos muy fervorosos, que desean que se lleve el diablo aquella monarquía para que recobre el Padre Santo su poder temporal, y con Austria estuvimos unidos por lazos dinásticos en la mejor época de nuestra historia, hemos vuelto á estarlo en el día, y aun yo creo posible y conveniente que se aumenten estos lazos.

La primera que se encuentra es Brescia, ciudad de cuarenta mil habitantes, situada al pié y sobre una montaña: solo la de paso; tiene muy lindo aspecto, y muchas y elegantes torres.

Pasando de esos arrabales al centro de la ciudad hay un terreno de transición generalmente apacible y hermoso, que se compone de barrios aristocráticos y elegantes, establecidos al derredor de parques de una magnificencia agradable, particularmente hácia el oeste de la ciudad.

Quizá, en lugar de aquellas dos mujeres tan sencillas y familiares, que se divirtieron tanto en la comida improvisada, y que desde el primer momento lo acogieron con suma gracia y confianza; quizá encontraría dos lindas muñecas de salón, elegantes, frías y correctas en sus maneras. ¿Se borraría su primera impresión, desaparecería?

Todas son elegantes, todas son bonitas, todas son muy blancas, la institutriz de marras inclusive, que, además de muy blanca, es muy sonrosada, ¡una manzanita! ¡Pero aventaja a todas también ese diablillo de Mariana! ¡Mariana! de puro rostro oval, mate blancura, grandes ojos en que voltejea la ironía y pequeños dientes de roedor.

Una vez allí, se encontró sereno, y poniendo con osadía los ojos en el palco de la generala, esperó. Al tropezarse con él la mirada de ésta, llevose la mano al sombrero y la hizo un saludo exagerado, fantástico, de los que tanto gustaban los mancebillos elegantes en aquella época.

Parece que el mar hubiera sido atraído a aquella ensenada por un canto irresistible y que, al besar el pie de esas montañas cubiertas de bosques, al reflejar en sus aguas los árboles del trópico y los elegantes contornos de los cerros, cuyas almas dibujan sobre un cielo profundo y puro, líneas de una delicadeza exquisita, el mismo océano hubiera sonreído desarmado, perdiendo su ceño adusto, para caer adormecido en el seno de la armonía que lo rodeaba.

Sentámonos frente a frente en cómodos, aunque no ricos ni elegantes sillones, con una mesita entre los dos, cargada de papelejos, una plegadera, cajas de fósforos llenas y desocupadas, cenicero con colillas, una petaca de suela y una bolsa abierta de cirugía; y hubo primeramente las vaguedades acostumbradas en toda visita; después fumamos, sin dejar de hablar del tiempo, por lo inusitado de su relativa templanza, ni del juicio que iba formando yo de aquella tierra, para desconocida hasta entonces; luego tocamos el punto de las condiciones higiénicas del valle; y por este resquicio salió a relucir la quebrantada salud de mi tío Celso, sobre la cual tenía yo muchos deseos de hablar con el mediquillo aquél.

Aún nos queda mucho por hacer á fin de lograr una cosa con la que yo sueño: una literatura selecta española: una bibliotequita, por ejemplo, de cuarenta ó cincuenta volúmenes, chiquitos, elegantes y primorosos, donde se reuniese lo mejor de nuestra inmensa riqueza intelectual; bibliotequita que leyesen las damas sin fatiga y hasta con gusto, y que ellas pudiesen tener en sus habitaciones, al lado ó en lugar de los autores franceses que leen ahora cuando algo leen.

Estoy cansada de los hombres; tal vez los odio. Yo he conocido a los más hermosos, a los más elegantes, a los más ilustres. He sido hasta reina; reina de la mano izquierda, como dicen los franceses, pero tan dueña de la situación, que a haber querido meterme en tales vulgaridades, hubiese cambiado ministerios y trastornado países.