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Actualizado: 15 de mayo de 2025


Miss Haynes fué la que se encargó de envalentonar su timidez con prometedoras sonrisas y palabras tiernas. En realidad, Edwin no supo con certeza si fué él quien se atrevió á declarar su amor, ó fué ella la que con suavidad le impulsó á decir lo que llevaba muchos meses en su pensamiento, sin encontrar palabras para darle forma.

Y para que los pasajeros retardados no le viesen llorar, Edwin Gillespie inclinó la cabeza permaneciendo así mucho tiempo. Al fin volvió á abrir el despacho instintivamente, para leerlo línea por línea. Sentía el deseo amargamente atractivo que nos impulsa á paladear los grandes dolores.

Los soldados; los personajes universitarios, mudos hasta entonces, pero que se habían ocupado en adormecerle y registrarle; los empleados, los obreros, todos los que se movían dando órdenes ó trabajando en torno de él, llevaban pantalones y eran mujeres. Edwin vió que de un automóvil en forma de clavel que acababa de llegar descendían unas figuras con largas túnicas blancas y velos en la cabeza.

Está bien, ya que respeta la fortuna del príncipe dijo el coronel como único comentario. Al llegar á París, Miguel Fedor se convenció de que la princesa estaba loca, cosa que sospechaba hacía tiempo al leer sus largas cartas. Sir Edwin había muerto en Inglaterra, tres años antes, casi repentinamente, á continuación de una derrota electoral.

Cuando el recién llegado, hombre ó mujer, estaba todavía á unos cuantos pasos, Edwin puso una mano en el suelo para que montase en ella, y así lo hizo el pigmeo. Llevaba la cara envuelta en velos, pero al quedar cerca de los ojos del coloso descubrió su rostro.

Instantáneamente, el misterioso volador apagó los rayos de sus ojos, alejándose con un chillido de velocidad forzada que le hizo perderse á lo lejos en unos cuantos segundos. Esta visita quitó el sueño á Edwin, obligándole á sentarse sobre la pequeña pradera que le servía de cama.

Edwin creyó durante algunos momentos que aquella miniatura de mistress Augusta Haynes iba á erguirse en su sillón para negarle por segunda vez la mano de Margaret, afirmando que ella no podía transigir con los hombres de espíritu novelesco que ignoran el medio de hacer dinero. Pero la voz del profesor Flimnap le arrancó de su asombro.

Yo soy el profesor de inglés en la Universidad Central de nuestra República. Edwin quedó silencioso ante esta revelación. Entonces, ¿estoy verdaderamente en Liliput? dijo al fin . ¿No es esto un sueño? La risa del profesor volvió á sonar con la misma vibración femenil, considerablemente agrandada por el portavoz. ¡Oh, Liliput! exclamó . ¿Quién se acuerda de ese nombre?

Al ver que el gigante, hundiendo por segunda vez su mano en la tela, sacaba á su amada, le gritó con dureza: ¡Tenga cuidado, monstruo!... La pobre Popito tal vez va á morir. Edwin miró con asombro á la delicada joven, que, no pudiendo continuar de pie, acababa de tenderse sobre la madera de la popa, mientras Ra-Ra sostenía su cabeza, arrodillado.

Otro representante, el más joven de todos, rió de las lágrimas de Flimnap. Creo, doctor dijo , que mañana mismo se verá usted libre del cuidado que le da el Hombre-Montaña. Según parece, los altos señores del Consejo Ejecutivo piensan suprimirlo, para que no se burle más de nosotros. De cómo Edwin Gillespie perdió su bienestar y le faltó muy poco para perder la vida

Palabra del Dia

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