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Los cinco señores del Consejo Ejecutivo vivían en el centro del palacio; en una ala estaba la Cámara de diputados, y en la opuesta, el Senado. A la mañana siguiente de la entrada de Edwin en la capital, este palacio, que era como el corazón de la República, reanudó su vida más temprano que en los días anteriores.

Los barberos que trabajaban en una de las mejillas de Edwin, viendo su guadaña completamente cubierta de espuma, creyeron necesario limpiarla con un palo antes de continuar su labor. ¡Atención los de abajo! gritó el más prudente. Y desde la considerable altura de los hombros del gigante se desplomó una bola espesa de jabón del tamaño de dos ó tres pigmeos.

Edwin, empuñando otra vez sus remos, procuró salir rápidamente del puerto. Nada le quedaba que hacer en él. Pero fuera de su boca le salió al encuentro un obstáculo inesperado. La escuadra del Sol Naciente había zarpado días antes, lo mismo que las flotas aéreas, para combatir á los insurrectos, dejando solamente dos buques á las órdenes del gobierno.

Otras personas penetraron en el palacio Lubimoff con toda la confianza del parentesco, á causa de este matrimonio. Un hermano de sir Edwin había tenido que lanzarse por el mundo para ganar su vida, como todos los segundones de las familias británicas.

Ya se había ocultado el sol, dejando en el horizonte una barra roja entre vapores flotantes de oro mortecino. Otras dos gotas enormes de llanto vinieron á caer sobre la cubierta del improvisado ataúd. Mientras tanto, Ra-Ra lanzaba continuos lamentos, iguales á los aullidos de una bestezuela herida muy lejos ... muy lejos.... ¡Adiós, Margaret! murmuró Edwin.

Dos días antes se había contemplado á mismo en forma de pigmeo y vestido de mujer. Aquel Ra-Ra era otro Edwin Gillespie; tan exacta resultaba la semejanza. Y ahora.... No hay duda; estoy durmiendo volvió á decirse . Esto es imposible. Pero no necesitó de largas reflexiones para dar por falsa la idea del ensueño.

Así pudieron los barberos continuar tranquilamente el rasuramiento de Edwin, dejando caer sus proyectiles de espuma densa, que al esparcirse sobre la tierra hacían saltar inquietos y asustados á los corceles de los guardias. Cuando dieron por terminada esta operación, se dedicaron al corte de los cabellos del gigante, trabajo más rudo y peligroso.

Y Edwin Gillespie, como si temiera quedarse solo, obedeciendo á una voluntad superior y misteriosa que le empujaba con fuerza irresistible, imitó á Ra-Ra, lanzándose también de cabeza en el mar. Donde el Hombre-Montaña deja de ser gigante y da por terminado su viaje Se vió envuelto en pegajosa obscuridad. Una fuerza voraz tiraba de él, absorbiéndole.

En todo lo que abarcaba su vista, el mar ofrecía la tersura de un lago, teniendo por orla la línea de rompientes, y por el lado opuesto, una sucesión de tierras bajas que debían ser islas. Edwin siguió bogando. Varias veces hundió un remo verticalmente en el agua con la esperanza de tocar fondo.

Yo soy una persona seria, una persona de estudios, que no dispone de tiempo para hacer ejercicios gimnásticos, como las muchachas que pertenecen al ejército. La ciencia es una diosa cruel con los que se dedican á su servicio. Lo he conocido también se apresuró á añadir Edwin en la dulzura de su voz y en la hermosura de sus sentimientos, que tanto han contribuído á salvar mi vida.