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Actualizado: 11 de noviembre de 2025


Gillespie seguía inmóvil, sin hacer ningún gesto de dolor, considerando inútil la exteriorización de su pena, pues contaba con un «otro yo» ocupado en derramar sus propias lágrimas. A la caída de la tarde, un fuerte deseo de actividad hizo salir á Edwin de esta inercia. Un gentleman debe al cadáver de la mujer amada algo más que una dolorosa contemplación.

Y además, las revelaciones de Frígilis respecto a la salud de Ana le habían caído al pobre ex-regente como una maza sobre la cabeza. «Aquella alegría, aquella exaltación que la habían llevado... al crimen, a la infamia de una traición... eran una enfermedad; Ana podía morir de repente cualquier día; una impresión extraordinaria lo mismo de dolor que de alegría, mejor si era dolorosa, podía matarla en pocas horas...». Esto había contestado Frígilis a la historia de su amigo.

Durante tres domingos consecutivos el coronel tuvo fuerzas para levantarse y colocarse en el mismo sitio. Allí permanecía media hora inmóvil ostentando sus insignias con los ojos extáticos en el vacío, sin ver ni oír a la muchedumbre que se agrupaba delante del palacio y se lo mostraban unos a otros poseídos de grave y dolorosa emoción.

Bien pronto observa, oye, juzga; poco después su imaginación se extingue, sus ilusiones se marchitan, su esfera de acción se limita, lo mismo que sus relaciones, hasta el instante en que una experiencia dolorosa brilla a sus ojos, como una antorcha encendida sobre las tumbas, y acaba de iluminarle sobre su insignificancia.

Las dos inclinan las cabezas y ponen en blanco los ojos para poder alzarlos al altar, desde donde responde a su mirada, la mirada extática de una Dolorosa. El parpadeo de las luces da una apariencia de vida al cerco amoratado de aquellos ojos, a la boca dolorida, a las mejillas con dos lágrimas de cristal. Sabelita y la vieja se santiguan al terminar su rezo. Pronto cerrarán la iglesia. ¡Vámonos!

Dormía Rosalindo en una pieza grande con siete compañeros más, pero aquella hembra dolorosa, como venía del otro mundo y todos los seres de allá dan poca importancia á las preocupaciones morales de la tierra, se metió entre tantos hombres, sin vacilación, permaneciendo erguida junto á la cama de Ovejero.

Hay en Francia familias como ésta, muchas, muchas más de lo que se cree; nuestro país se ve calumniado cruelmente por ciertos novelistas que hacen de él pinturas violentas y exageradas. Verdad es que la historia de la gente buena es con frecuencia monótona o dolorosa, como lo prueba esta narración. El dolor de Juan fue un dolor de hombre. Durante largo tiempo permaneció triste y silencioso.

Y el buen payés, con su mirada lacrimosa, parecía besar al herido, acompañándole en esta caricia muda las dos mujeres, que, encogidas junto a la cama, pretendían devolverle la salud con sus ojos. Esta mirada de cariño y de zozobra dolorosa fue lo último que vio Febrer.

Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo. Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.

Porque aunque todos los días se repetía la escena, nunca dejaba de producirle estupefacción dolorosa. ¡Un sacerdote con dos pistolas en las manos, en aquellas mismas manos que al día siguiente habían de tocar el cuerpo de nuestro Redentor! Alguna vez había visto a su maestro el rector del seminario de Lancia en la cama.

Palabra del Dia

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