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Actualizado: 4 de junio de 2025
Al fin doña Guiomar, rompiendo su silencio, continuó de esta suerte: Yo, conociendo ya el mundo, hubiera querido premiar el amor de mi esposo, si no con el amor de mi alma, dándole la posesión de esta mi persona que tan hermosa le parecía, y, aunque procurelo, ser no pudo, que él tenía mucha experiencia y mi intento conocía, y que aquello por lo que yo me brindaba a arrojarme en sus brazos, no era amor, sino compasión y agradecimiento; y evitolo, y sufrió su martirio en silencio, y como estaba achacoso y más viejo que por sus años debía serlo, agraváronse sus dolencias y con él al fin acabaron; que murió el desdichado casi loco de amor entre mis brazos, y sin que yo evitarlo pudiera.
»A veces me parece, cuando me duele la cabeza, o estoy resfriada, o no como algo porque me desagrada, que mi papacito tuviera mis dolencias y sintiera mis náuseas: si toso, me parece que a él también le duele el pecho; si siento frío, que él también lo siente. ¡Qué bueno es quererse así!»
Tuvo que salir inmediatamente de la iglesia, acometido de violentas náuseas. En el pórtico devolvió toda la comida. Llevole a casa el cura, y quiso curarle con una taza de salvia, remedio supremo que empleaba contra todas las dolencias que afligen al género humano; pero su joven compañero, que sabía a qué atenerse sobre su enfermedad, rehusó obstinadamente toda medicación.
Son infinitos los males internos, que por defuera se presentan á nuestros sentidos con señales semejantes, y es menester un juicio atinado para distinguirlos, notando atentamente los efectos y signos necesarios, que inseparablemente van con cada una de las dolencias; pero no hay que esperar que los conozcan los Médicos vulgares, que solo se gobiernan por los sentidos, y no consultan la razon.
»Sí, me reputan de lumbrera científica, porque he penetrado un poco más que otros de mis compañeros en los misterios del organismo humano; porque cuando tomo el pulso del enfermo suelo adivinar el mal que padece; porque he tenido en ocasiones la suerte de curar ciertas dolencias que otros más ignorantes que yo tenían por incurables.
Esta vez regresamos en coche, y él, por más esfuerzos que hice para impedirlo, tuvo habilidad suficiente para colocarse a su lado. A mí me tocó escuchar por centésima vez la descripción de las extrañas dolencias que aquejaban a la madre Florentina.
Dijo luego que la Junta de Madrid acababa de encomendarle, sin atender a su edad y a sus dolencias, aquella difícil misión, que él quería compartir con un hombre de iglesia, cuyo especial ministerio le pusiera en mejores condiciones para conocer las dotes o defectos de algún vecino de la ciudad.
Grande es mi deseo de contestar dignamente a dicho discurso; pero ni la premura del tiempo, ni las dolencias y graves disgustos, que en estos días me han aquejado, ni mi falta de serenidad y de paz interior, habrían de consentirlo, aunque la pobreza de mi erudición y la cortedad de mi entendimiento no lo estorbasen.
Como suelen las enfermedades de la naturaleza, originadas de pequeños principios, llegar al último término, así en las dolencias políticas sucede muchas veces, que nacidas de leves causas, suben á tan alto punto, que es costoso su remedio.
Por su edad y sus dolencias no era capaz de hacer la guerra á campo raso, pero podía disparar un fusil, inmóvil en una trinchera, sin miedo á la muerte. ¡Que vinieran!... Lo deseaba con la vehemencia de un buen pagador ganoso de satisfacer cuanto antes una deuda antigua. Encontró en las calles de París muchos grupos de fugitivos.
Palabra del Dia
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