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Era, en efecto, el sobre de su carta, pero el sobre solo, abierto y medio desgarrado. En uno de sus ángulos estaba escrita con lápiz esta única palabra: «MañanaHubo una pausa. ¿No te ha dicho nada ella? le preguntó Jacques a la niña. Nada. ¿Te ha dado un beso? No.

La expresión es lo más libre y lo más suelta que puede darse: el autor ha agotado los infinitos recursos del vocabulario callealtero, crudo, pintoresco, desgarrado, apestando a parrocha y a pescado podrido; pero todo esto, ¡con qué arte y con qué soberano conocimiento de las condiciones de la lengua, a la cual se puede vencer y domar por halagos, pero no forzar brutalmente como vil concubina!

Hasta que, al fin, salió Lucía, y no volvió más: Sol la halló luego, con los ojos secos y el talle desgarrado. Y aquello crecía. Hoy era una dureza para Sol. Otra mañana. A la tarde otra mayor. La niña, por Ana y por Juan, no las decía. Juan, apenas bajaba.

Sus verdes ojos brillaban con reflejos metálicos como agudos puñales, y su boca, descolorida por la emoción, contraíase, lanzando, por la fuerza de la costumbre, por el instinto del esfuerzo, su grito de guerra, un ¡hojotoho! desgarrado, salvaje, que conmovió la calma del huerto, estremeciendo a las aves de corral, que corrieron asustadas por los senderos.

Tan presto oíamos el silbido lúgubre del viento, el zumbido de los árboles azotados por la borrasca, el ruido del agua al caer sobre las hojas en tenue lluvia ó en violento aguacero, el estruendo del torrente y la cascada, como la voz del ave que canta, gime ó arrulla, el grito del águila sobre las altas rocas, los indefinibles rumores del bosque umbrío, la vibracion metálica del aire desgarrado por el rayo, los rugidos del huracan y el estallido del trueno retumbante.

Así hacías llegar hasta mi oido la voz del desaliento envenenado, eco perpétuo en la conciencia mia; y yo triste, temblando, dolorido, escuchaba ese grito desgarrado, que el alma en mil pedazos me partia. Yo recordaba el tiempo venturoso en que todo en mi sér hallaba un eco, que avaro el corazon guardaba ansioso.

So color, pues, de creerse indigno de Margarita, abandona á su patria con el corazón desgarrado, y se decide á hacer la guerra esperando encontrar en ella la muerte, ó, por lo menos, ganar por sus méritos el corazón de Margarita.

Leer esta carta, y hacer entrar inmediatamente á Quevedo, fué todo uno. Quevedo entró con unos papeles en la mano. Y por cierto que aquellos papeles estaban teñidos de sangre. Pero digamos antes de dónde venía Quevedo. Cuando salió con el corazón desgarrado de la casa donde había visto muerta á Dorotea, llevando consigo á don Juan, hizo dar á éste algunas vueltas por las tenebrosas calles.

Tal vez suspiraria por su amante; tal vez lloraria; pero estaria en su casa; estaria al lado de sus padres, tendria tranquila su conciencia, limpia su honra, y entero un corazon que ahora está desgarrado. Tal vez llorara en Pisa; pero ¡qué diferencia entre aquellas lágrimas, y las que ahora vierte en Paris! Mas el golpe está dado, y un momento basta para emponzoñar la existencia de una mujer.

Dentro de la sala crujía el lino al ser desgarrado por los dedos de las hilanderas y sonaban las agujas de la calceta al chocar ligeramente unas con otras. La luz del velón iba muriendo poco á poco por falta de aceite: los tertulios quedaban envueltos en una media sombra hasta que doña Rosa alzaba la cabeza con impaciencia, y decía: «¡Jesús, que no veo!