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Actualizado: 24 de junio de 2025


Una lágrima asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana. Se acordó de que no había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados. «Ni madre ni hijos». Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño.

Olimpia era la menor de las hijas de Samaniego, y hubiera causado gran admiración en la época en que era de moda ser tísico, o al menos parecerlo. Delgada, espiritual, ojerosa, con un corte de cara fino y de expresión romántica, la niña aquella habría sido perfecta beldad cincuenta años ha, en tiempo de los tirabuzones y de los talles de sílfide.

Su tez, reanimada por suave tono rosado, traía de las caminatas al aire libre como un reflejo de luz y de calor que lo doraba. Tenía la mirada más rápida y la cara un poco más delgada, las pupilas como manchadas por el esfuerzo de una vida muy activa y la costumbre de abarcar dilatados horizontes.

Fuera de aquí hace un calor de horno... ¡Ay, Tomasa!, ¡qué fuerte te veo! Tan delgada y tan ágil, te mantienes mejor que yo. No estás envuelta en grasa como este pecador, ni tienes dolencias que te amarguen las noches.

Has hecho mal en coger a una mujer tan gorda. Yo he cogido una pequeñita, delgada, y... ; pero, con todo, veo que tiene buenas garras. Llevas en el rostro señales abundantes. ¡Tiene garras de gata! Todas parecen gatas. He tomado parte en cien batallas; he recibido sablazos, bastonazos, pedradas, hasta murallazos, y nunca he pasado un rato tan malo.

En la cumbre de este revoltijo veíanse tres niños abrazados, que contemplaban los campos con ojos muy abiertos, como exploradores que visitan un país por vez primera. A pie y detrás del carro, como vigilando por si caía algo de éste, marchaban una mujer y una muchacha, alta, delgada, esbelta, que parecía hija de aquélla.

Delgada, más bien escuálida y mal vestida, parecía pasar bastante de los cincuenta. Sus cabellos mal peinados caían en grises mechones sobre su arrugado cuello; su rostro de cabra vieja, en que lucían dos brillantes ojos, tenían una expresión de maligna desvergüenza. ¿No me reconoce usted? insistió.

Currita quiso descorrer uno de ellos, tirando violentamente del cordón de seda que a lo largo de la pared bajaba desde lo alto; mas la cortina rechinó sin descorrerse, y podrido sin duda el cordón, rompióse por arriba, cayendo sobre Currita enroscado, cual si fuese una larga y delgada serpiente.

Si he de decir la verdad, doña Juana no es fea, pero tampoco es muy bonita; y ni por alta, ni por baja, ni por muy delgada ni por gruesa llama la atención de nadie. Llama, , la atención por sus miradas, por sus movimientos y porque, acaso sin darse cuenta de ello, se empeña en llamarla y en provocar a la gente.

Volví a ocupar mi puesto, sin intervenir en la tal receta, y me divertí en observar a la señorita Sarcicourt, como si no la hubiera visto nunca. Unos sesenta años. Alta, flaca, después de haber sido delgada, la señorita Sarcicourt carece de proporciones en lo alto de su larga silueta. Tiene una cabeza de pájaro en un cuello de jirafa.

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