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Actualizado: 6 de junio de 2025


En los ojos, casi ornitomorfos, en el aire, en la expresión trágica del rostro, Chiffart ha intentado pintar al autor del Cuervo, al visionario, al unhappy Master, más que al hombre.

Esta tenía por toda fortuna sus diez y ocho años, unos grandes ojos que usted ya conoce, un gorro de arlesiana y una ambición sin límites. No era, ni con mucho, tan hermosa como hoy. Ella misma me ha dicho que era seca como un palo y negra como un cuervo, pero tenía ciertos atractivos que la hacían desear.

Iba presa de una emoción indefinible, murmurando incesantemente: «calle de la Pasión... una casita baja, de revoque amarillo... que hace esquina...» Atravesaron la calle de Toledo, entraron en la de los Estudios, anduvieron toda la del Cuervo y, al llegar a la Plazuela del Rastro, preguntó Paz a una mujer dónde estaba la Ribera de Curtidores, con propósito de seguir adelante, hasta encontrar la esquina de la calle de la Pasión.

Pero el gitano pasaba rápidamente de la risa a la melancolía, con la incoherencia vivaracha de su alma de pájaro. ¡Ay, si viviese su pare, que había sido un águila, comparado con este hermano que tenía tanta fortuna!... ¿Murió tu padre? preguntó Salvatierra. , señó: fartaba uno en el campo santo, y como era bueno, le yamó er cuervo que está allí.

Al soltar el embozo dejó ver su cuerpo, vestido con zamarreta peluda, estrechamente ajustada con cordones negros. Las patillas, las botas, la zamarreta, la aguileña y delgada nariz, los ojos de cuervo y la gravedad taciturna son rasgos suficientes a trazar sobre el lienzo o sobre el papel la inequívoca figura de Zumalacárregui.

Y para que no se le antojase volar más en toda la tarde, se presentó en el parque Visitación Olías de Cuervo, a quien el verano sentaba bien, y dejaba lucir trajes de percal fantásticos y baratos. Venía alegre, vaporosa, y con las apariencias de un torbellino; daba gana de cerrar los ojos al verla acercarse. En la calle la había querido abrazar un mozo de cordel.

Sobre su frente exangüe brillaba una cabellera tan negra, que se diría un cuervo incubando allí sus ideas. Hace ya siete años que te estoy esperando me dijo. Como era mi prometida, yo la abracé, la besé en sus rojos labios, y le repuse: ¡Siete años!... ¡Pobre Nanela!... Pero sabes... , yo también me interrumpió ella que el pérfido de Tucker, mi tío y tutor, tiene la culpa.

Crespo, según él dijo, tomó un día por su cuenta a la joven para recomendarle al señor Quintanar. «Era el único novio digno de ella. Los cuarenta años y pico eran como los de los árboles que duran siglos, una juventud, la primera juventud. Más viejo es un perro de diez años que un cuervo de ciento, si es cierto que los cuervos duran siglos». Ana apreciaba en mucho los consejos de Frígilis.

Se hubiera oído volar una mosca; los lobos, al andar, no hacían ruido alguno, y el cuervo iba a posarse en la copa de una encina seca, situada sobre una de las rocas opuestas; su brillante plumaje parecía de color azul, y de vez en cuando volvía la cabeza como si escuchara. Aquello era extraordinario. Robin pensó: El loco no ve nada ni oye nada; y van a devorarle.

Además, ya sabemos que Clementina era para él, no sólo la tórtola enamorada, sino el cuervo que le traía en su pico el sustento. Envuelto en su gabán de pieles y arrellanado en el rincón del coche, no despegó los labios en todo el camino. Era la una. La noche fría y despejada, una noche de Madrid, en que el ambiente produce cosquillas en los ojos y la nariz.

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