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Actualizado: 17 de junio de 2025
Un día estaba jugando con un látigo cerca de uno de los carros que estaban en el patio, adonde habían ido a cargar harina. Uno de los caballos se asustó de pronto, y el carretero, un borracho brutal, arrancó el látigo de las manos del niño y con él le cruzó a éste la cabeza y el cuello.
Roseta se colgaba de su cuello, suspirando amorosamente, con los ojos todavía húmedos: ¡Pare! ¡pare!... Pero el pare no pudo contener una mueca de sufrimiento, un «¡ay!» ahogado y doloroso. Un brazo de Roseta se había apoyado en su hombro izquierdo, en el mismo sitio donde sufrió el desgarrón de la uña de acero, y en el que ahora sentía un peso cada vez más abrumador.
«¡Ah tunante...!» dijo este con alegría, echándole la zarpa al cuello y dejándose arrebatar las naranjas.
Cecilia entra en su habitación dijo Ventura. Voy ahora mismo a hablar con ella. Todo terminará y quedará en secreto... No quiero que tú te comprometas, Gonzalo mío añadió echándole los brazos al cuello. Gonzalo hizo un gesto de desdén. No, no; no quiero. Es mejor que yo hable con Cecilia... Aguárdame un instante...
Fuese como fuese, sucedió que Bonis empezó a despojarse de su terno inglés en el gabinete de su mujer; se quedó sin levita ni chaleco, luciendo los tirantes de seda y la pechera de la camisa blanca y tersa, con tres botones de coral; y en este prosaico, pero familiar atavío, se volvió sonriente hacia Emma, que lamía los labios secos, echaba chispas por los ojos, y seria y callada miraba el cuello robusto y de color de leche de su marido.
Luis se fijó en aquellos labios adorables, que se fruncían para ajustarse al cuello de la botella. Bebía con dificultad. Una gota se escapaba resbalando lentamente por la barbilla redonda y graciosa. Rodaba con pereza, enredándose en la imperceptible película de la epidermis.
Era preciso que la amase mucho, puesto que la permitía tocar su excelente puñal de Toledo y sus buenas pistolas inglesas. ¡Qué más! ¡Hasta le confiaba la custodia de su provisión particular de vino y de aguardiente! Pero lo que probaba más que nada el amor de Kernok, era una ancha y profunda cicatriz que Melia tenía en el cuello.
Entonces su mujer, cediendo á un irresistible impulso de su corazón, echó los brazos al cuello de su marido, y con el torrente de sus lágrimas arrancó al fin ¡las primeras, tal vez! de los torvos ojos de aquel rudo marinero.
La veste se cerraba sobre un coleto fuerte y robusto, que abultando algún tanto las espaldas, concluía en la misma muñeca defendiendo el brazo. Una valona azul, si no erizada, al menos con mucho engrudo, le encanutaba el cuello; y un sombrero campanudo de copa, galán con plumas, ancho de faldas, y éstas tomadas por delante con cuatro puntos de sirgo dorado, ponían cabo y fin a la tal figura.
Se apretó al cuello de su marido con la fuerza con que ella se agarraba a la vida, y como quejándose, pero sin la voz agria de otras veces, siguió diciendo: ¡Coronado, Bonis, coronado, ¿sabes?, estuvo coronado!
Palabra del Dia
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