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Ya se entraba la tarde, una de esas tardes templadas, casi tibias en mitad del invierno, que suelen suceder a una semana de frío intenso. Comenzaba a oscurecer. A través de los cristales y sus cortinas blancas, entraba con el crepúsculo una luz tan azulada, que el aire de la habitación y las caras se revestían de su azul.

Lo que despertaba sobre todo el pobre Breal eran los ardientes recuerdos que la joven hubiera querido adormecer para siempre; las locas carreras por el polvoriento camino al galope del fogoso poney, los chasquidos del látigo del cochero improvisado mezclados con los gritos de susto de la de Raynal, los regresos melancólicos en las primeras sombras del crepúsculo que borraban el paisaje y echaban en las olas como un velo de viuda, el estrépito de la feria de Breal, el acento zalamero de la aldeana: ¡Un corderito para la señora!

Hullin, Jerónimo, el anciano Materne y el doctor Lorquin se habían sentado alrededor de la labradora para morir juntos. Todos permanecían silenciosos, y los últimos rayos del crepúsculo iluminaban el grupo sombrío. A la derecha, detrás de una prominencia de la peña, se veían brillar, en el fondo del abismo, algunas hogueras de los alemanes.

Sus visitas a la hora del crepúsculo fueron cada vez más frecuentes; arreglose de modo de poderla encontrar por las mañanas en el bosque, y presentábase regularmente en su palco el viernes en la Opera y los martes en los Franceses.

A la hora del crepúsculo, cuando las costureras se fueron, madre e hija quedaron al fin solas. Cecilia se había retirado a su cuarto dominada por la tristeza que había disimulado con trabajo durante el día. Doña Paula estaba sentada en una butaca con los ojos clavados en el balcón, recogiendo los últimos rayos de la luz moribunda, en actitud melancólica y reflexiva, poco frecuente en ella.

Cesó en su soliloquio, como para oír lo que el silencio de Raíces, a la luz del crepúsculo, le decía. Una campana, muy lejos, comenzó a tocar la oración de la tarde. Bonis, a pesar de su dudosa ortodoxia, se quitó el sombrero. Y recordó las palabras con que su madre empezaba el rezo vespertino: «El ángel del Señor anunció a María...».

El nombre de éste sonaba sin cesar en el silencio del crepúsculo, acompañado de toda clase de insultos. ¡Baixa, cobarde! ¡Asómat, morral! . ¡Baja, cobarde! ¡Asómate, morral! Y la barraca permanecía silenciosa y cerrada, como si la hubiesen abandonado.

Un manipulador o tejedor hábil termina un sombrero en cinco o seis meses, trabajando siempre a la hora del crepúsculo o la del alba, que son las únicas horas propicias para tejer los mejores sombreros de jipijapa.

La rotunda negativa de Leonora; la burla despiadada de su hipocresía le hacían darse cuenta de la enormidad de su deseo. Se vengaba haciéndole revolcarse en la abyección de su amor loco y desesperado, capaz de las mayores vergüenzas. Comenzaba el crepúsculo. Leonora dio orden al cochero para volver a la plaza de Oriente.

Y los violines sonaban con más dulzura, las luces adquirían mayor brillo en el crepúsculo invernal, los hombres entornaban los ojos acariciándose el bigote, y algunas matronas corrían instintivamente sus sillas atrás, apartando los ojos como si viesen de pronto, formando montón, todas las perversiones de la época.