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Creció la efervescencia republicana mientras que trascurría el primer invierno revolucionario; al acercarse el verano subió más grados aún el termómetro político en la Fábrica. En el curso de horas de sol, sin embargo, decaía la conversación, y entre tanto la atmósfera se cargaba de asfixiantes vapores y espesaba hasta parecer que podía cortarse con cuchillo.

La decoración de la casa social tenía «carácter», como decía don José: altos zócalos de azulejos árabes, y en las paredes, de inmaculada nitidez, vistosos carteles anunciadores de antiguas corridas, cabezas disecadas de toros famosos por el número de caballos que mataron o por haber herido a un torero célebre, capotes de lujo y estoques regalados por ciertos espadas al «cortarse la coleta» retirándose de la profesión.

Sobre el tablero se hace, resbalando la mano, como un macarrón, y de allí se van cortando pedazos y haciendo rosquillas del diámetro de una moneda de dos pesetas. Se fríen en aceite muy caliente, pero a fuego lento; estando doraditas se retiran, y calientes se espolvorean con azúcar tamizada. Crecen mucho, así que pueden cortarse pequeñas.

El abad de Ulloa, al cual veía con más frecuencia, no le era simpático, por su desmedida afición al jarro y a la escopeta; y al abad de Ulloa, en cambio, le exasperaba Julián, a quien solía apodar mariquita; porque para el abad de Ulloa, la última de las degradaciones en que podía caer un hombre era beber agua, lavarse con jabón de olor y cortarse las uñas: tratándose de un sacerdote, el abad ponía estos delitos en parangón con la simonía. «Afeminaciones, afeminaciones», gruñía entre dientes, convencidísimo de que la virtud en el sacerdote, para ser de ley, ha de presentarse bronca, montuna y cerril; aparte de que un clérigo no pierde, ipso facto, los fueros de hombre, y el hombre debe oler a bravío desde una legua.

No le fue difícil notar que Sofía era romántica; que en la clase necesitaba de mucha atención, que sus plumas eran siempre malas y necesitaban cortarse; que acompañaba generalmente la súplica con cierto éxtasis en la mirada, que no guardaba relación con el servicio que verbalmente pedía; que a veces toleraba que las curvas de su rollizo y torneado brazo blanco reposaran sobre el del maestro cuando estaba escribiendo sus muestras, y que cuando tal hacía se ruborizaba y echaba hacia atrás los rizos de sus blondos cabellos.

Era preciso buscar un puesto de reposo bien retribuído, hasta que hubiesen otra vez insurrectos en el campo y jefaturas de operaciones. La verdadera historia de Méjico no iba á cortarse para siempre. Pensó en la conveniencia de que Martínez hiciese un viajecito á la capital para reanudar amistades. Luego dudó de sus condiciones para este trabajo. Era mejor que fuese ella.

Pasó mucho tiempo sin que la obscuridad volviera á cortarse con la menor raya de luz, y Edwin sintió el desencanto de un público cuando se convence de que es inútil esperar la continuación de un espectáculo. Volvió á tenderse, buscando otra vez el sueño; pero, al descansar la cabeza en la hierba, oyó junto á sus orejas unos trotecillos medrosos y unos gritos de susto.

Eso podía decirse fácilmente, a impulsos del cariño, pero era imposible realizarlo. ¡Cortarse la coleta a los treinta años! ¡Cómo reirían los enemigos! El «no tenía derecho» a retirarse mientras estuviesen enteros sus miembros y pudiera torear. Jamás se había visto este absurdo.

Carmen era más vehemente en sus peticiones, no usando de los eufemismos del apoderado. Debía retirarse en seguida; debía «cortarse la coleta», como decían los de su oficio, yendo a pasar la vida tranquilamente en La Rinconada o en la casa de Sevilla con los de su familia, que eran los únicos que le querían de veras.

Clementina había vuelto á ponerse dura y arisca y acabó de desagradar definitivamente á Fortunato, el cual, creyendo necesario quemar sus naves y cortarse por completo la retirada, dijo en tono muy dulce: La consecuencia que tocaré, querida prima, será verte tomar mi parte en la herencia; tómala, pues: creo que no es un precio muy elevado para la libertad.