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Actualizado: 1 de junio de 2025


Cuando volvió el criado con una gran bandeja llena de platos y coberteras brillantes, la atmósfera del despacho era más densa. El millonario seguía fumando, inmóvil en su sillón, con la vista vaga y como perdida en un punto lejano, muy lejano. Apenas tocó los platos que el criado colocaba sobre una mesa.

Hombre de espada y católico, creyó que su deber era combatir al turco; y recomendado por sus protectores austriacos, pasó á la corte de Petersburgo. El general Saldaña fué simple comandante de escuadrón en el ejército ruso. Los oficiales hablaban con él en francés. Sus jinetes harto le entendían cuando se colocaba ante el escuadrón y, desenvainando el sable, galopaba el primero contra el enemigo.

Veía al pequeñín cuando lo colocaba su padre sobre la dura espina del animal, golpeando con sus piececitos los lustrosos flancos y gritando «¡arre! ¡arrecon infantil balbuceo.

Don Eugenio escuchaba con frialdad el nombre del célebre banquero, que todos los días repetían los periódicos, pero Juanito se estremeció. Aquél que era un hombre. Husmeaba la ganancia a cien leguas; colocaba los capitales ajenos con la mayor seguridad; tenía esclavizada la fortuna, y a pesar de esto, ¡qué sencillo! ¡Con qué modesta afabilidad trataba a los pequeños!

Es sangre corrompía que se le ha subío al pecho y la ajoga. Por eso pide siempre de beber, como si con un río no la bastase. Y por toda medicina, cuando al amanecer salía al campo a trabajar con la familia, colocaba junto a los andrajos de la cama un jarro siempre lleno. Gran parte del día lo pasaba la muchacha sola en el rincón más oscuro del dormitorio de los gañanes.

Volvió a encontrar a los hombres negros que hacían carbón. ¡Bonas tardes tenguin! Contestaron a su saludo, pero en sus ojos de extraordinaria blancura sobre el rostro tiznado creyó notar Febrer algo de burla hostil, de repulsiva extrañeza, como si fuese él de otra casta, como si hubiera cometido un acto inaudito que le colocaba fuera para siempre de la comunidad humana de la isla.

Pero el doctor Popito, además de proporcionar al Padre de los Maestros abundantes molestias en el presente, le recuerda un pasado de sucesos muy tristes. Viendo que Flimnap callaba, el gigante indicó con un gesto su deseo de saber algo más; pero el universitario se negó á seguir hablando si no se colocaba antes en una oreja aquel aparato que permitía oir las voces más tenues.

Espontáneamente, y al parecer sin deliberado propósito, colocaba a las demás personas, a todas, en su lugar debido, es decir, por debajo de ella, unas próximas, otras más bajas, acaso a algunas en posición humillante. A nosotros nos situó, desde luego, en una categoría intermedia; casi criados y casi amigos. En rigor, amigos, lo que se llama amigos, por su parte no los tenía.

Entonces, casi de puntillas, iba hacia el piano, y apenas colocaba los dedos en el teclado, parecía olvidar su timidez, aislándose del mundo exterior, con los ojos vagos y sin luz, como si su mirada se concentrase interiormente y su canto fuese un débil escape, un lejano eco de otra música de recuerdos que sonaba dentro de ella.

El patriarca se colocaba la mano sobre el pecho, se la llevaba a la boca con sincerísima complacencia, mientras el disputador, tieso y serio, inclinaba de vez en cuando lentamente la cabeza en señal de aprobación. Por fin, la oradora acabó su discurso entregando el ramo al patriarca y gritando: «¡Ciudadanos delegados, salud y fraternidad!».

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