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Actualizado: 5 de junio de 2025


Dejad, dejad que descanse un tanto, tío Manolillo contestó humildemente el cocinero ; acabo de sentarme y estoy rendido; nunca he trabajado tanto; es cierto que las confituras y los hojaldres y las empanadas se han traído de fuera, pero así y todo, he hecho más de doce platillos en tres horas, y buenos todos, y sin oficiales, ni aun siquiera galopines.

Fuéra desto, aprendí de un cocinero de un cierto embajador ciertas tretas de quínolas, y del parar, a quien también llaman el andaboba, que así como vuesa merced se puede examinar en el corte de sus antiparas, así puedo yo ser maestro en la ciencia vilhanesca.

Sólo yo podría hacer otro tanto; ¡qué día! ¡qué día, Señor! Después descansaréis dijo el bufón ; pero antes, concluyamos; encended, encended la luz. ¿Pues qué? ¿no hemos concluído? dijo el cocinero levantándose. Yo creo que no. Pues yo creo que dijo el cocinero mientras encendía una tras otra seis bujías que puso sobre los bufetes.

Porque Montiño no tenía duda, no se atrevía á tenerla; Dorotea le había mandado hacer una cena y poner en ella un veneno: Dorotea había muerto de repente, luego Dorotea se había envenenado. Nada tiene, pues, de extraño, la parálisis total que acometió al cocinero mayor al saber la muerte de Dorotea.

No, señora. ¿Quién os dijo que don Rodrigo tenía estas cartas? Mi tío. ¡El cocinero de su majestad! exclamó con un acento singular la dama ; ¿y qué os dijo vuestro tío? Me llevó á un lugar donde me ocultó y me dijo: ese es el postigo del duque de Lerma; por ahí saldrá probablemente don Rodrigo Calderón; espérale, mátale, y quítale las cartas que comprometen á su majestad.

No tenían cocinero de estos de gorro blanco, sino una cocinera antigua muy bien amañada, que podía medir sus talentos con cualquier jefe; y la ayudaban dos pinchas, que más bien eran alumnas. Todos los primeros de mes recibía Barbarita de su esposo mil duretes.

Y el cocinero mayor apretó á correr tras él bufón, que apretaba tras la Dorotea y el sargento mayor. Asióse al fin á su brazo. ¿Qué me queréis? ¡por mi vida! exclamó el bufón sin cesar de correr. Pediros consejo. Dádmelo y lo agradeceré. Me están sucediendo cosas crueles. A me pasan cruelísimas. Nos aconsejaremos mutuamente. No necesito consejos. Yo , los vuestros.

Pues a no ha de pasarme lo que a don Enrique el Doliente que, no embargante ser rey y de los tiesos, llegó día en que no tuvo cosa sólida que meter bajo las narices, y empeñó el gabán para que el cocinero pudiera condimentarle una sopa de ajos y un trozo de jabalí ahumado. Que me llamen a don José Antonio.

El receloso cocinero había tenido buen cuidado de envolver aquel cofre en un lienzo para que nadie pudiese reparar en sus señas particulares; le había hecho subir á su alto aposento del alcázar, y sin decir á su mujer y á su hija más palabras que las necesarias para darlas los buenos días, se había encerrado con el cofre en el aposento cerrado y polvoroso que ya conocemos, y en el cual tenía secuestrada, apartada de la vista de todo extraño, el arca de sus talegos.

Todos estos pensamientos incoherentes, revueltos, se agitaban de tal modo en la cabeza del cocinero mayor, que andaba maquinalmente sin ver por dónde iba. Cuando entró en palacio por la puerta de las Meninas, sintió que le tocaban en un hombro. Volvióse y se encontró delante de un viejo apergaminado. ¡Ah! ¡el rodrigón de doña Clara Soldevilla! exclamó.

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