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Todos sabían que había ofrecido al Cabildo de la Catedral hacer revestir a su costa la gótica portada de los Apóstoles con un peristilo greco-romano. Los cajones de sus bufetes estaban llenos de ensayos poéticos, en que cantaba, al modo de Boscán y Garcilaso, a Clori y a Galatea.

Asomaba en todo clara y manifiesta la gran riqueza de la bella indiana, y era de ver el lujo de las libreas de los pajes, que solícitos y diestros, y seis u ocho en número, las viandas servían, yendo sin cesar de los bufetes a la mesa y de la mesa a los bufetes.

Sólo yo podría hacer otro tanto; ¡qué día! ¡qué día, Señor! Después descansaréis dijo el bufón ; pero antes, concluyamos; encended, encended la luz. ¿Pues qué? ¿no hemos concluído? dijo el cocinero levantándose. Yo creo que no. Pues yo creo que dijo el cocinero mientras encendía una tras otra seis bujías que puso sobre los bufetes.

Entapizaba sus muros viejo terciopelo azul, podrido en lo alto por el agua de las goteras y coriáceo, reseco hacia los bordes, como el velludo que se desprende y retuerce sobre las viejas arcas mortuorias. A uno y otro lado se veían sillas de roble incrustadas de marfil, y bargueños, bufetes, contadores, donde el trabajo de la carcoma remedaba los ojos del alcornoque.

Al otro lado, arreglando sobre otros dos bufetes una magnífica vajilla de plata, y un no menos rico y bello juego de cristal, estaba el tío Manolillo, ceñudo y taciturno. Ninguno de los dos hablaba una palabra. Pero como obscureció hasta el punto de que ya no se veía en la cocina, el bufón dijo al cocinero como pudiera haberlo dicho á un criado: Encended una luz.

La cama era colgada y bordada y con flecos de oro cubriendo un paño que servía de cubierta á las almohadas con cinco varas de tafetán verde orlado de puntilla de oro fino, sin que faltase el indispensable vaso de noche, encerrado en una caja revestida por fuera de cordobán, con cordón de hiladillo verde orlado de puntilla de oro fino, y por dentro de bayeta colorada «con la frisaduraPagáronse á un maestro guadamecilero 176 reales por dos sobremesas grandes para la mesa del Embajador, y dos chicas para dos bufetes; y se compró por 68 mrs. una baraja de naipes para su entretenimiento.

La Habana lo recibió afectuosamente. Primero se puso a trabajar como abogado, aunque sin jurar su título, en los bufetes de don Nicolás Azcárate y Miguel Viondi, dándose luego a conocer de sus paisanos como orador, en notables discursos y conferencias pronunciadas en el Liceo de Guanabacoa, y en un brindis que hizo en un banquete celebrado en honor del genial periodista Adolfo Márquez Sterling.

Representaban unos á los Reyes de España, y otros eran de asuntos de devoción; pusiéronse faroles encerados y canceles ricos claveteados de tachuelas de latón doradas, colgaduras de terciopelo y tapicerias, invirtiéndose en el adorno de los aposentos siete bufetes, un escritorio, doce sillas de terciopelo bordadas, veinticuatro que no lo estaban, seis taburetes, «quatro payses» un sahumador y dos alfombras grandes.

Montiño se acercó á uno de los bufetes, tomó un plato de frutas confitadas, y lentamente, pálido, convulso, fué poniendo á cada dulce un lazo, un adorno, una flor, que también las había. Quedaba únicamente por poner el lazo negro y rojo. Montiño le tomó con la extremidad de los dedos, con el mismo horror que si hubiera sido un reptil ponzoñoso.

El sol de otoño inundaba el cuartujo monástico donde eran recibidos los embajadores. Don Alonso respiró al entrar un tufo de ungüentos medicinales. Dos anchos bufetes cargados de papeles ocupaban el fondo. En uno de ellos trabajaba Rodrigo Vásquez, en el otro un hombrecillo hirsuto y barbinegro que don Alonso no conocía.