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Actualizado: 19 de junio de 2025
Dos hombres apoyados uno en otro marchaban invisibles bajo un caparazón que imitaba el pellejo coriáceo de un elefante, moviendo entre las mesas la trompa serpentina del monstruo y sus orejas de abanico.
Entapizaba sus muros viejo terciopelo azul, podrido en lo alto por el agua de las goteras y coriáceo, reseco hacia los bordes, como el velludo que se desprende y retuerce sobre las viejas arcas mortuorias. A uno y otro lado se veían sillas de roble incrustadas de marfil, y bargueños, bufetes, contadores, donde el trabajo de la carcoma remedaba los ojos del alcornoque.
Y en esta batalla invisible que se desarrollaba abajo, a varios kilómetros de distancia vertical, en la penumbra de unas aguas obscuras, entenebrecidas aún más por las nubes de tinta que exuda el pulpo, unas veces queda el tiburón prisionero de la red viscosa y ávida; otras sube vencedor, con el coriáceo pellejo hinchado por la succión de las ventosas, y a la luz de las estrellas, dejándose flotar en las ondulaciones de la superficie, devoraba los restos de la presa arrancada del abismo.
Guardaban su cuerpo anillado dentro de un tubo coriáceo que los protegía, y sobre este tronco rectilíneo de color de marfil lanzaban, como un surtidor de ramas, los tentáculos movedizos que les sirven para respirar y para comer.
Palabra del Dia
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