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Actualizado: 27 de junio de 2025
A Martín le dió la impresión de conocer esta voz. Buscó por la sala una botella de agua, y como no había en el cuarto, fué a la cocina. Al ruido de sus pasos, la voz de la patrona preguntó: ¿Qué pasa? El herido que quiere agua. Voy. La patrona apareció en enaguas, y dijo, entregando a Martín una lamparilla: Alumbre usted. Tomaron el agua y volvieron a la sala.
Quería hablarme á solas. ¿Y le hablaste? Sí. ¿Y qué te dijo? Que le habías despedido. Me ha echado á perder un capón relleno. Es un infame. En tratándose de la cocina, ciegas. No ciego mucho cuando no he hecho ya una atrocidad. La muerte de tu hermano te tiene de muy mal humor. Sí, sí, la muerte de mi hermano, eso es. ¿Y no te dijo más Aldaba? Sí, que me empeñase por él contigo.
Abajo, en la cocina, Primitivo obsequiaba a sus gentes con vino del Borde y tarterones de bacalao, grandes fuentes de berzas y cerdo.
Perdió, por lo tanto, la cocina de su majestad, cuya pérdida no se le indemnizó sino con dejarle un mechinal donde vivía en palacio y una mezquina pensión nominal, porque no se le pagaba. No le encerraron porque su locura era tranquila.
El niño recordó entonces escenas análogas, pero cuyo teatro era la cocina de los Pazos, y las víctimas su madre y él: el señorito tenía entonces la misma cara, idéntico tono de voz. Y en medio de la confusión de su tierno cerebro, de los terrores que se reunían para apocarlo, una idea, superior a todas, se levantó triunfante.
La aludida en ellas desaparece también, metiéndose furibunda por lo más espeso de la columna de humo que sigue saliendo de la cocina, después de haber despedido á su suegra con estos piropos: ¡Bruja, brujona!... vaya á discurrir los cuentos que le ha de decir al mi marido... ¡chismosa, infamadora!
Abajo, en la cocina, humeaba el café entre dos galletas de marinero. El «gato» de barca cargaba con varios cestos vacíos. Delante de él marchaba el patrón como un guerrero de las olas, llevando los remos al hombro. Sus pies marcaban en la arena una huella rápida. A sus espaldas, el pueblo empezaba á despertar.
El soldado contemplaba la cocina, muy pálido, a través del color moreno de sus mejillas, con los hundidos ojos llenos de lágrimas y sin poder dar un paso ni decir una palabra.
Sola en casa con su padre, apenas este salía, ella le imitaba por no quedarse metida entre cuatro paredes: vaya, y que no eran tan alegres para que nadie se embelesase mirándolas. La cocina, oscura y angosta, parecía una espelunca, y encima del fogón relucían siniestramente las últimas brasas de la moribunda hoguera.
Semíramis le abrió la puerta y la introdujo en el salón. El señor y la señora de La Tour de Embleuse la recibieron al lado de la chimenea, en la que ardía todo lo que se había podido encontrar en la casa: dos tablas de la cocina, una silla de paja y otros objetos. La duquesa se había vestido como había podido. Su traje de terciopelo negro azuleaba por los pliegues.
Palabra del Dia
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