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Actualizado: 16 de julio de 2025
Al entrar en la barraca y darle de lleno la luz del candil, las mujeres y los chicos lanzaron un grito de asombro. Vieron la camisa ensangrentada... y además su facha de forajido, como si acabara de escaparse de un presidio saliendo por la letrina. Roseta y su madre prorrumpieron en gemidos. «¡Reina Santísima!... ¡Señora y soberana! ¿Le habían matado?...»
¡Oh! tiene Vd. razón, tiene Vd. razón; pero no es así como se piensa allá en otras partes. ¡Dios mío! ¡qué bendita Navidad ésta que me ha hecho encontrar lo que me había parecido un sueño de mi juventud entusiasta! Pero los chicos, luego que vieron al cura, vinieron a saludarlo alegremente, y luego corrieron al centro del pueblecillo gritando: ¡El hermano cura! ¡el hermano cura!
Sobre el labio superior, fino y violado cual los bordes de una reciente herida, le corría un bozo tenue, muy tenue, como el de los chicos precoces, vello finísimo que no la afeaba ciertamente; por el contrario, era quizás la única pincelada feliz de aquel rostro semejante a las pinturas de la Edad Media, y hacía la gracia el tal bozo de ir a terminarse sobre el pico derecho de la boca con una verruguita muy mona, de la cual salían dos o tres pelos bermejos que a la luz brillaban retorcidos como hilillos de cobre.
Su mamá le había dado jurisdicción sobre ellos hasta para castigarles, pero no quería usar de ella porque tenía miedo de que le perdiesen el cariño: que la mamá se arreglara como pudiese. Después habló del papá, que era muy serio, pero muy bueno; lo único que la tenía apesadumbrada era que parecía querer más a los chicos que a ellas. La mamá, en cambio, mostraba predilección por las niñas.
Tanto me habían hablado de la maldad de los chicos, que fuí a la escuela como un borrego que llevan al matadero. Yo estaba dispuesto a luchar, como Martín Pérez de Irizar, contra cualquier Juan Florin que me atacase, aunque mis fuerzas no eran muchas. Al principio me puso el maestro entre los últimos, lo que me avergonzó bastante; pero pasé pronto al grupo de los de mi edad.
Después se miraba diez y nueve veces al espejo, se acicalaba, y en el colmo ya del regocijo, les quitaba a los chicos del tercero el tambor con que atronaban la casa toda, y tocaba por los pasillos con furor y denuedo, seguido de la turba infantil y por ésta con alegres chillidos aclamado.
El aya seguía repitiendo de rato en rato: Pero, ¿qué es esto? ¡Cuánta gentuza! ¿A qué hemos venido? Paz, sin oírla, permanecía inmóvil con la mirada fija en la puerta de la casa. En la esquina tres chicos jugaban a la toña; pero, como excepto ellos casi nadie había por allí, era seguro que, si Pepe salía o entraba, le vería sin dificultad.
El Majito, que tan poco sabía del mundo, sabía que los tres entorchados son la insignia del capitán general, y que esta es la jerarquía más alta del ejército. ¡Vaya usted a averiguar dónde esos diablos de chicos aprenden estas cosas!
Las mujeres y los chicos refugiábanse en los graneros, y los hombres, arremangados de piernas, chapoteaban en el líquido fangoso, poniendo en salvo los aperos de labranza, o tirando de algún borriquillo que retrocedía asustado, metiéndose cada vez más en el agua.
"E ansí, magüer fagáis en mi desagravio diez torneos e dos pasos honrosos, e quebredes trescientas lanzas vos fago siempre la mamola: chicos e grandes vos escarnecen e dicen que a hombres de Castilla nunca el mesmo diablo puso miedo, cuanto más los antifaces e mojigangas; e otros dicen, ¡Santa María, qué horror!, dicen que la fuída vos soltó los pies, e vos corrió la vicaría, e que de acullá vino que sonástedes por bajo la dulzaina, e non era dulzaina, e que oliades non a estoraques ni algalias, sino peor que azufre. ¡Puf!, ¡qué blasfemia!
Palabra del Dia
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