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Actualizado: 27 de junio de 2025
Al escaparse del tazón de la fuente, el arroyo acaba de nacer; se sumerge á lo lejos bajo bóvedas sonoras, se precipita en pequeñas cascadas por entre los troncos sombreados de grandes castaños; luego, encerrado en un canal de piedra, atraviesa la ciudad, de la que es arteria de vida, y más lejos, cargado de sedimentos impuros, se corrompe, convertido en canal de inmundicias.
¡Y, entretanto, nadie piensa en visitar la Auvernia y los Pirineos! ¡Oh, viajeros parisienses, viajeros de imitación; ignoran ustedes que sin salir de Francia encontrarán cascadas, aludes y picos escarpados; ignoran que esos Pirineos, que les pertenecen, que son algo así como la propia casa de ustedes, ofrecen vistas tan graciosas, escenas tan sublimes, espectáculos tan grandiosos como los mismos Alpes!
Viejo, sé hombre todavía por lo menos una vez en tu vida. ¡Es preciso que la salves, es preciso, es preciso, es preciso! Y tan ligero como sus piernas cascadas podían llevarlo, se precipitó empujando a su paso a la ama de llaves que escuchaba en la puerta y echó a andar por la escarcha helada y punzante de la mañana de invierno.
Otra pequeñita, que arranca de ella, la pone en comunicación con la quinta. No hay en ésta, como ya sabemos, ningún parque a la inglesa o a la francesa, ni jardincitos, ni cascadas, ni grutas artificiales. Es una finca mitad de recreo, mitad de labor.
Los hombres de negocios, al dirigirse á América, le confiaban sus planes estupendos: ríos cambiados de cauce, ferrocarriles á través de la selva virgen, monstruosas fuerzas eléctricas extraídas de cascadas de varios kilómetros de anchura, ciudades vomitadas por el desierto en unas semanas; todas las maravillas de un mundo en la pubertad, que desea realizar cuanto concibe su joven imaginación.
Y en medio á sus fusiles Y bayonetas viles Su caballo dejó. En el parte de la batalla de don Cristóbal se leen las siguientes palabras: «El valiente coronel don Zacarías Álvarez dejó su caballo muerto sobre las bayonetas enemigas.» Cito de memoria. Cascadas del Niágara y Tequendama.
En cuanto á éstos, corrían y jugaban á lo largo del arroyo subterráneo, en los lagos cristalinos, bajo la ducha de las cascadas; se divertían ocultándose en los tenebrosos corredores como los niños de nuestros días en los andenes de los jardines, y tal vez en medio de sus alegres proezas treparan por las paredes para sorprender á los murciélagos en sus negros refugios, practicados en la bóveda.
Amaba á la montaña por si misma, gustaba de su cabeza tranquila y soberbia, iluminada por el sol cuando ya estábamos entre sombras; gustaba de sus fuertes hombros cargados de hielos de azulados reflejos; de sus laderas, en que los pastos alternan con las selvas y los derrumbaderos; de sus poderosas raíces, extendidas á lo lejos como la de un inmenso árbol, y separadas por valles con sus riachuelos, sus cascadas, sus lagos y sus praderas; gustaba de toda la montaña, hasta del musga amarillo ó verde que crece en la roca, hasta de la piedra que brilla en medio del césped.
Palabra del Dia
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