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Actualizado: 26 de junio de 2025
Moreno se mostraba torvo y receloso, hallándose tristísimo en la aborrecible compañía de «tanto explotador de la ignorancia humana.» En cambio D. Pantaleón, siempre grande y profundo, parecía hechizado; no se cansaba de hacer observaciones antropológicas sobre todo lo que veía y oía, sacando a cada instante su cuaderno de notas y escribiendo en él, sin advertir la curiosidad de que era objeto.
No se cansaba de admirarla, de devorarla con los ojos, de considerar sus pupilas líquidas y misteriosas, como anegadas en leche, en cuyo fondo parecía reposar la serenidad misma. Una penosa idea le acudía de vez en cuando. Acordábase de que había soñado con instituir en aquella casa el matrimonio cristiano cortado por el patrón de la Sacra Familia.
El campo, cubierto de escarcha, tenía un aspecto encantado. Juno, extremadamente pálida, estaba tan linda con su traje blanco que no me cansaba de mirarla. Y la comparaba a aquella naturaleza fría y espléndida que ataviada con brillante blancura, parecía haberse puesto al unísono de su belleza. Después de almorzar subió a su cuarto para cambiar de vestido.
La astronomía y la botánica, que antes la enojaban cuando había secretos de Clara que ansiaba penetrar, la entusiasmaban ahora extraordinariamente, y nunca se cansaba de oir las lecciones que su tío le daba, excitado por ella. No había lección que no le pareciese corta. No había misterio de las flores que no quisiese descubrir. No había estrella que no quisiese conocer.
Subía al palco a saludarla, y muchas veces, por exigencia de ella, se quedaba allí uno o dos actos. En estas ocasiones solía la dama retirarse al antepalco y charlar con él íntimamente a la sombra discreta de las cortinas. Cuando se cansaba, o en la escena se cantaba una pieza de empeño, guardaba silencio, volvía la espalda al joven y escuchaba un rato.
Parecía una gran lengua. Junto a ella se adivinaba, más bien que se veía, un hueco, un tragadero, oculto por espesas yerbas, como las que tuvo que cortar D. Quijote cuando se descolgó dentro de la cueva de Montesinos. La Nela no se cansaba de mirar. ¿Por qué dices que está bonita esa horrenda Trascava? le preguntó su amigo. Porque hay en ella muchas flores.
Y también aprendió cosas tan importantes como la sucesión de los meses del año, que no sabía, y cuál tiene treinta y cuál treinta y un días. Aunque parezca mentira, este es uno de los rasgos característicos de la ignorancia española, más en las ciudades que en las aldeas, y más en las mujeres que en los hombres. Gustaba mucho de los trabajos domésticos, y no se cansaba nunca.
Sin duda se cansaba, sentía una aversión repentina hacia él, y próximo el momento de la visita, daba orden a los criados para que no le recibiesen. ¡Vaya, se acabó el carbón! decíase el espada al retirarse . Ya no güervo más. Esta gachí no se divierte conmigo. Y cuando volvía, avergonzábase de haber creído en la posibilidad de no ver más a doña Sol.
¡Loppi, nunca serás más que un zascandil! ¡El que habla con miedo se queda sin lo que desea! Háblale a la maga como un hombre. Háblale, que yo estoy aquí para lo que suceda. Y el pobre Loppi volvió al charco, como con piernas postizas. Iba temblando todo él. ¿Y si el camarón se cansaba de tanto pedirle, y le quitaba cuanto le dio? ¿Y si Masicas lo dejaba sin pelo si volvía sin el castillo?
Luego que se cansaba de sus vanas pesquisas, cesaba de hacerlas y se dirigía a otros puntos del bosque; negra tristeza embargaba su alma, y a veces asomaban a sus hermosos ojos, harto involuntariamente, algunas lágrimas que no eran ya de las nacidas por el afectuoso recuerdo de su madre difunta.
Palabra del Dia
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