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Actualizado: 26 de mayo de 2025
Las blusas de dril queríalas hasta la cintura, con numerosos pliegues. Los pantalones, viejos restos del vestuario de su padre acomodados por la señora Angustias, exigíalos altos de talle, con las piernas anchas y las caderas bien recogidas, llorando de humillación cuando la madre no quería ceñirse a estas exigencias.
Hoy no puedo soportar a la gente que juega con las caderas y con el vocablo; rae parece que una persona que ve en las palabras, no su significado, sino su sonido, está muy cerca de ser un idiota; pero entonces no lo creía así. Cada edad tiene sus preocupaciones. Entonces hubiera querido ser tan discreto, tan conceptuoso y tan alambicado como todos mis conocimientos.
Pero ella erguía la pequeña estatura de maja goyesca, unía los codos al talle y pasaba adelante moviendo las caderas, mirando con sus ojillos punzantes a las favorecidas de la fortuna. Su andar y su gesto parecían decir: «¿Y a mí qué?... ¿Y a mí qué?...».
Yo soy clara como el agua, vamos... y no se me murieron en las manos, ¡porreta!, sino dos, en la edá que tengo.... Después los médicos hablan.... Y yo cuanto puedo hago, y unturas y friegas de Dios llevo dado en ella.... Al afirmar esto, la comadre se limpiaba a las caderas sus gigantescas manos pringosas. ¿Habrá que avisar al médico? gimoteó la tullida.
Me imagino a la señorita Mary-Focela moviendo las caderas en un gesto de luchadora. El público, viéndola, ha debido también de sentir en sus venas el flujo de una sangre heroica, capaz de todos los sacrificios. ¡Viva España! ¡Viva la gracia! ¡Viva Mary-Focela!... Desengáñese usted me decía un viejo aficionado . Ya no hay toros...
Las mugeres, mejor formadas y mas graciosas que las Chiquiteñas, tienen las caderas y las espaldas anchas, la cintura mas conforme á las proporciones europeas, y unos piés y unas manos admirables por su pequeñez.
Su hermana era una dueña quintañona, gruesa y muy pequeña, con la nariz del tamaño de una almendra y del color de un tomate, abultadísimo el pecho, y el talle y las caderas tan voluminosas que le daban el aspecto de un barril. Se habían conocido en el locutorio de las Góngoras, en cuyo convento existía una monja perteneciente al linaje de los Entrambasaguas.
En un extremo del salón rasgueaban sus guitarras unos gitanos, entonando canciones melancólicas. Una de aquellas mujeres, con entusiasmo de neófita, saltó sobre la mesa, comenzando a mover torpemente las soberbias caderas, queriendo imitar las danzas del país, haciendo alarde de los adelantos realizados en pocos días bajo la dirección de un maestro sevillano.
Cubierta sólo de aquel velo amarillo, cuyos caireles tocaban el suelo, Aixa plantose en el fondo de la cuadra con las manos en las caderas, los codos en alto, la cabeza hacia atrás. Dos rosas rojas ardían como llamas sobre sus cobrizos cabellos. Su cuerpo comenzó a quebrarse hacia uno y otro lado con lenta contorsión. Un gesto a la vez lastimero y anhelante agrandaba su gruesa boca palidecida.
Así pasó mucho tiempo: con el sombrero caído a sus pies y la cabeza apoyada en una mano, dejando que las lágrimas resbalasen a lo largo de su antebrazo. Los últimos transeúntes que pasaron fueron unas buenas mozas con la cesta al brazo, moviendo al andar bizarramente sus fuertes caderas. Debían ser cigarreras que volvían de la fábrica.
Palabra del Dia
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