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Ahí está el barón y su criado dijo Manuel Antonio. Era la hora, en efecto, en que el excéntrico barón de los Oscos salía a dar su paseo habitual por las calles de Lancia. Su famoso caballo las desempedraba haciendo cabriolas, levantando tal estrépito que, aun siendo el corcel de su criado mucho más paciente, parecía que atravesaba la ciudad un escuadrón.

Cuando llegó á la antecámara de audiencias, cesó en sus cabriolas, se detuvo un momento en la puerta sonando sus cascabeles, como para llamar la atención de todo el mundo, y luego, con la mano en la cadera, la cabeza alta y la mirada desdeñosa, que parecía no querer ver á nadie, atravesó con paso lento, marcado y pretencioso, la antecámara. Todos los que le conocían en la corte se echaron á reir.

El instinto de desarrollo le impulsaba incesantemente a los ejercicios corporales, y a ensayar y aprender actos de trabajosa energía. Subir a las mayores alturas que pudiera, trepar por una pilastra, hacer cabriolas, cargar pesos, arrastrar muebles, verter y distribuir agua, jugar con fuego y si podía con pólvora, eran los divertimientos que más le encantaban.

Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado por la fuerza de la costumbre, cuando un mugido, claro y berreante ahora, llegó hasta ellos: dentro del avenal, el toro, con cabriolas de falso ataque, bramaba ante el chacarero, que con un palo trataba de alcanzarlo. ¡Añá!... Te voy a dar saltitos... gritaba el hombre.

El poeta sufrió el tormento del hambre y el suplicio aún más intolerable de la humillación. ¡Quién hubiese podido reconocer á los pocos meses de tiranía alemana al ilustre director de la Biblioteca!... Parecía haber vivido diez años en unas cuantas semanas. Estaba triste. «La loca de la casa» había abandonado indudablemente aquel desván de su cuerpo en el que tantas cabriolas llevaba hechas.

Otras veces, la inquilina del cráneo se despertaba impetuosa, haciendo toda clase de cabriolas y extravagancias, y el ilustre maestro pasaba de golpe á vivir en un mundo quimérico, mientras su cuerpo se movía en este mundo terrenal.

Sentado al sol junto al balcón en su sillón muy cómodo, Feijoo arrojaba a sus graciosos amigos una pelota atada con un hilo, y se divertía con las monísimas cabriolas y morisquetas que hacían los pequeñuelos. Otras veces les tiraba la pelota a lo largo de la enorme estancia, o ataba al hilo un pedazo de trapo, recogiéndolo como recoge el pescador su aparejo, para verlos correr tras él.

-Dígame, señor bachiller -dijo a esta sazón Sancho-: ¿entra ahí la aventura de los yangüeses, cuando a nuestro buen Rocinante se le antojó pedir cotufas en el golfo? -No se le quedó nada -respondió Sansón- al sabio en el tintero: todo lo dice y todo lo apunta, hasta lo de las cabriolas que el buen Sancho hizo en la manta.

Su Majestad entra bailando, haciendo graciosas cabriolas y volteretas, cual si hubiera perdido el juicio ó empinado el codo. En las puertas de todas las casas, pucheros, palanganas, barreños llenos de agua reflejan las locuras del Rey de los astros, y los dibujos que la juguetona luz hace en el líquido espejo son representaciones más ó menos claras del destino individual.

Apenas había aparecido, el toro se retiró al otro extremo de la arena para aprestarse a combatir al nuevo adversario. Gracias a esto, el hombre negro tuvo tiempo de hacer ejecutar algunas cabriolas a su caballo y de apostarse al pie del palco de la mujer. ¡¡¡Y tuvo el atrevimiento de mirar fijamente a aquella prometida del Señor!!!