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Actualizado: 2 de junio de 2025


Otro día se encargó de tomar un décimo para el próximo sorteo; la vieja, por tranquilizar su conciencia de empedernida jugadora, le dijo que si «le caía» partirían como buenos amigos.

Hombre sobre el cual dejaba caer su puño, caía redondo: potro cerril cuyos lomos abarcaba con sus piernas de acero, ya podía encabritarse, morder el aire y echar espumarajos de cólera, que antes se desplomaba vencido y jadeante que lograba libertarse del peso de su domador.

Y se daba de nuevo a cavilar; pero por donde quiera que echara sus cavilaciones, siempre, tenían el mismo paradero. Había tomado ya un vicio su máquina de discurrir; y en cuanto se ponía en movimiento, un poco más acá o un poco más allá, caía hacia el lado de siempre.

Olimpia me sacaría los ojos si supiera las cosas que le digo a su novio; pero que se fastidie. Ya le he conocido siete osos, y lo que es a este no le pesca tampoco. Yo le he tomado bajo mi protección, y le he de salvar. ¡Buen turrón le caía si se casara...!». ¡Qué risa con usted! ¡Pobre Ponce! Ya le decía yo que era un buen chico, y usted empeñado en darle la morcilla. ¡Ah!, de buena escapó.

En medio de esas crisis de risas estrepitosas caía por intervalos en una gran laxitud, semejante a una bacante fatigada. A los postres declaró que tomaría el café en el comedor. Esta animación dijo perdería su encanto, si cada uno se iba por su lado. Quedaríanse, pues, todos reunidos y permitiría fumar a los hombres. Tal declaración fue aplaudida por todos los convidados.

Entonces, de la encendida y húmeda lengua del perro caía gota a gota ese sudor interno que, no encontrando paso por los cerrados poros de la piel, se exhala por la boca. El pobre animal parecía muy cansado y sus lijares se agitaban con precipitada respiración. Luego emprendía de nuevo su marcha por aquel largo camino solitario y abrasado. De pronto se detuvo.

Eran tales las sensaciones que experimentaba el mísero don Pablo Aquiles, que cada palabra de la hermana era una gota de aceite hirviente que le caía sobre la piel; se quitó el sombrero y el abrigo, dejó el bastón sobre la mesa, volvió a sentarse y a levantarse, paseaba, se detenía a escuchar a misia Casilda, hizo ademán de subir a las habitaciones altas, para ahogar al calaverilla del hijo; pero se contenía y se sentaba otra vez, atusándose el bigote, mordiéndose los labios, palmeándose la calva reluciente.

Una raya de luz más clara caía sobre una ancha escalera cuyas gradas gastadas descansaban en pilastras de piedra. Altas puertas de roble, arqueadas, conducían a diferentes habitaciones, pero no me atreví a acercarme a ninguna de ellas: se me figuraban las puertas de una prisión.

Iban otros más de ciudadanos, y aunque menos brillantes, más viriles: llevaban un pantalón de azul oscuro y uno como gabán corto y justo, cerrado con doble hilera de botones de oro por delante: el sombrero era de fieltro negro de alas anchas, con un delgado cordón de oro, que caía con dos bellotas a la espalda.

Yo estaba sentada junto a la mesa, con los ojos fijos en ella, pues en se agitaba el temor de ver a cada instante surgir una nueva aparición, aún más horrible. De rato en rato, cuando se calmaba un poco; sentía un aflojamiento en mis miembros; cerraba entonces los ojos y me dejaba ir hacia atrás, y cada vez me imaginaba que caía en los brazos de Roberto.

Palabra del Dia

rigoleto

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