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Actualizado: 15 de noviembre de 2025
Su cara se había recocido, como él decía, en casi todos los puntos de la línea ecuatorial: estaba curtida, con un color bronceado, semejante al de su barba, en la que sólo apuntaban algunas canas. Tenía las córneas de los ojos con manchas de color de tabaco, y sus pupilas, que siempre miraban de frente, brillaban con una expresión de bondad.
La condesa se incorporó y estuvo buen rato paseando la vista por los objetos que en torno suyo yacían con insistente y extraña curiosidad, como si la hubiesen trasportado durante el sueño á un paraje que jamás hubiera visto. Tenía las mejillas encendidas: sus ojos brillaban de un modo sombrío debajo de la primorosa cofia que mantenía prisioneros los cabellos.
No: ¡yo!... ¡yo! Era la duquesa; ya no tenía por qué fingir indiferencia. Aquel dinero era suyo. Se había transfigurado al salir de su mutismo expectante; sus ojos brillaban con un resplandor triunfal; tenía la frente sudorosa; le latían las mejillas, intensamente pálidas.
El arrugado viejo se erguía, sus mortecinos ojos brillaban como débiles pavesas; movía el cayado cual si aún estuviese pinchando á los enemigos. Luego venían los consejos: detrás del viejo bondadoso levantábase el hombre feroz, de entrañas duras, formado en una guerra sin cuartel. Hacíanse visibles sus fieros instintos, petrificados en plena juventud é insensibles al paso del tiempo.
De vez en cuando el silencio era interrumpido por carcajadas estrepitosas; era que una aventura cómica alegraba al concurso, sacándole de su estupor malsano y corrosivo. Entre la admiración general serpeaba la envidia abrazada a la lujuria: las tenias del alma. Los ojos brillaban secos.
Don Pablo se exaltaba al recordar la hermosura de la fiesta; le brillaban los ojos, humedecidos por la emoción, y aspiraba el aire como si aún percibiera el olor de la cera y del incienso, el perfume de las flores que su jardinero había puesto en el altar. ¡Y qué bien se siente el alma después de una fiesta así! añadió con delectación.
Batiste, ¿eres tú? ¡Pare! ¡pare!... Y todos se abalanzaron á él, en la entrada de la barraca, bajo la vetusta parra, á través de cuyos pámpanos brillaban las estrellas como gusanos de luz. La madre, con su fino oído de mujer inquieta y alarmada por la tardanza del marido, había oído lejos, muy lejos, los cuatro tiros, y el corazón le dió un vuelco, como ella decía.
Estaba vestido con limpieza y sencillez. Su rostro moreno tenía admirable expresión de bondad y de inteligencia. Sus ojos negros, única cosa bella que había en él, brillaban a cada mirada con luz viva y penetrante.
En el fondo del comedor brillaban unos transparentes iluminados con dos inscripciones en francés y alemán: Au revoir! Auf Wiedersehen!
Cruzaron la plaza graves, firmes, acompasados, escuchando la gritería que su aparición había levantado, con la mayor indiferencia; brillaban sus ricos vestidos y capellares despidiendo vivos destellos que alegraban la vista. ¡Miale, miale el viejo!... Ese es, el de la izquierda... Miale qué cara tiene... ¡Le zumba el alma a ese tío!.. En España no queda ya quien reciba toros más que él...
Palabra del Dia
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