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Pues ¿y las botas á la farolé y las mangas de jamón, que serían el último grado de la ridiculez, si no existieran los tupés hiperbólicos, que asimilaban perfectamente la cabeza de un cristiano á la de un guacamayo? El gremio cocheril exhibía allí también sus más característicos individuos.

Pero, el sábado por la mañana encontró al despertarse su mejor uniforme cuidadosamente cepillado, sus botas bien embetunadas y la camisa más fina preparada al pie de la cama, como por el asistente más meticuloso. Y el joven se quedó encantado. ¡Querida tía Liette!

Isidora dio algunos pasos cojos con un pie calzado y otro no, y entrando en su alcoba se puso otras botas. En aquel instante, Botín tuvo que dar a su pasión una nueva batalla; pero el caso era tan grave, que la dignidad llevó la mejor parte.

Vaya, le dejo a usted, que tengo mucho que hacer... ¿Quiere usted tomar algo?... Pues cuando me necesite no tiene usted más que dar una voz... La hora de comer a las siete.,. ¿Quiere usted que le limpien las botas?... Gervasio, Gervasio, ven aquí... Limpia las botas de este señor en un momentito... ¡Vivo! ¡vivo!... Vaya, hasta luego... ¿Su gracia de usted, caballero? Ceferino Sanjurjo.

Por más que á don Silvestre repugnara el desprenderse de sus cómodos hábitos, al día siguiente tuvo que empaquetarse en los nuevos que le trajeron de una elegante ropería; pero como el diablo las carga, si bien, con trabajillos y todo, parecieron pantalón, levita, chaleco y sombrero, para las piernas, tronco, cuello y cabeza hercúleos de don Silvestre, no hubo un par de botas para sus pies en toda la corte, pues, como decían los zapateros á quienes se acudió, «hormas de tal tamaño no se hacían en Madrid sino de encargo».

Y más abajo aún: «Dime con qué botas andas, decirte he quién eres.» A entrambos lados del cuadro central pendían otros dos cuadros.

Como decían en el inmediato pueblo de la Presa, era un hombre que, vistiese como vistiese, tenía aire de señor. Llevaba casi siempre botas altas, gran chambergo y poncho. Pendiente de su diestra se balanceaba el pequeño látigo de cuero, llamado rebenque. Los edificios de su estancia eran modestos.

Aquel día estrenaba unas botas. ¡Qué bonitas eran y qué bien le sentaban!

En cuanto a las botas color limón, con su alta fila de botones, nada podían sacar de ellas; estaban tan destrozadas como las ilusiones de la infeliz pareja.

Las botas se hallaban también, y aún más que los pantalones, en estado de merecer, y Miguel acudió solícito con la esponja a limpiarlas; pero Enrique, no encontrando el medio bastante adecuado, entró en la alcoba de su hermana y se las limpió muy bien con la colcha de la cama. ¡Ea! ya están arreglados aquel par de pájaros; se miran en la luna del armario y dejan escapar un suspiro de satisfacción.