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Actualizado: 20 de julio de 2025
222 otra vez en un boliche estaba haciendo la tarde; cayó un gaucho que hacia alarde de guapo y peliador; a la llegada metió el pingo hasta la ramada, y yo sin decirle nada me quedé en el mostrador. 223 Era un terne de aquel pago que naides lo reprendía, que sus enriedos tenía con el señor comendante; y como era protegido, andaba muy entonao, y a cualquier desgraciao lo llevaba por delante.
Nada le solía faltar. ¡Ahijuna!, Para tragar tenía un buche de ñandú; la gente le dio en llamar el boliche de virtú. 118 Aunque es justo que quien vende algún poquito muerda, tiraba tanto la cuerda que, con sus cuatro limetas él cargaba las carretas de plumas, cueros y cerda.
Entre los mirones situados al otro lado de una cerca de alambre se veían algunos gauchos, siendo uno de ellos el famoso Manos Duras. Después de la batalla ocurrida en el boliche, había vuelto tranquilamente al campamento para dar explicaciones. No negaba que algunos de los provocantes fuesen amigos suyos, pero todos eran mayores de edad y no iba á responder de sus actos, como si fuese su padre.
Las mestizas que no habían salido á bailar palmoteaban incesantemente, acompañando el runruneo de las guitarras. De vez en cuando una de ellas entonaba la copla de la cueca, y los hombres daban alaridos, arrojando sus sombreros. Un jinete desmontó frente al boliche, atando su caballo á un poste del sombraje.
A espaldas del boliche le dió Sebastiana el recado con voz misteriosa, llevándose un dedo á los labios varias veces en el curso de su mensaje. Además guiñó un ojo para que el gaucho «no la tuviese por zonza», dando á entender que sospechaba en qué pararía su aviso. Cuando la mestiza se hubo marchado, Manos Duras tardó en volver al boliche.
¡Lagarto! ¡lagarto! murmuraban, entornando los ojos para no ver lo que estaba sobre sus cabezas. Otros, ni aún valiéndose de este conjuro se atrevían á pasar adelante, y en pleno invierno, con las manos en la faja y echando chorros de vapor por la boca, preferían mantenerse fuera, esperando que Friterini, el criado del boliche, les sacase los vasos.
Al salir de la casa había cerrado ya la noche, y toda la vida del antiguo campamento parecía reconcentrarse en el boliche. Su doble puerta extendía sobre el suelo dos rectángulos rojos, que eran la iluminación más fuerte del pueblo. Los parroquianos venerables bebían de pie junto al mostrador, un español tocaba el acordeón y otros trabajadores europeos bailaban con las mestizas valses y polcas.
El blanco centauro de las llanuras, con su poncho, su facón y sus grandes espuelas, resultaba tan peligroso como el jinete cobrizo de larga lanza. Manzanares había sido dependiente en un boliche aislado sirviendo vasos de caña a través de una fuerte reja que resguardaba el mostrador de las manos ávidas y los golpes de cuchillo de los parroquianos.
Manos Duras había desaparecido en la callejuela inmediata, y hasta los dos policías, juzgando inútil su vigilancia, se iban alejando hacia el boliche. Otra vez sonó la puerta del salón bajo los discretos llamamientos de Sebastiana. Ahora entró más resueltamente, pero hablando en voz baja y sonriendo con una expresión confidencial. ¿Ha venido el señor? preguntó Elena.
Pero el antiguo vecino de Buenos Aires, para vivir resignadamente en la Patagonia, necesitaba una compensación mayor que el sueldo dado por el gobierno; y á causa de esto, siempre que el dueño del boliche le hablaba á solas, conseguía vencer sus escrúpulos.
Palabra del Dia
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