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Actualizado: 23 de junio de 2025
La cabeza está firme; jamás vienen a mortificarme ideas sutiles, alambicadas.... Pienso poco, vagamente, y los pormenores de los accidentes ordinarios que me rodean absorben lo mejor de mi atención. Benítez puede estar satisfecho. Así la salud volverá con más fuerza. Vivir es esto: gozar del placer dulce de vegetar al sol.
No, Fermín, mil veces no. Yo le convenceré cuando vuelva. »¿Que rezo poco? Es verdad. Pero tal vez es demasiado para mi salud. ¡Si yo dijera a Quintanar o a Benítez el daño que me hace, sana y todo, repetir oraciones!... Que en mis cartas no hablo más que de don Víctor y del médico. ¿Pero de qué quiere que le hable? »¿Que se acabó esto y se acabó lo otro...? No y no. No se acabó nada.
Su mujer era una joya; la más hermosa de la provincia, como había sido siempre, pero además ahora suya, completamente suya, y de un humor nuevo, alegre, activo, como el que Dios le había otorgado a él.... ¿Y yo? ¿eh? ¿qué tal vengo yo señor Benítez? Magnífico, magnífico también; hecho un pollo. ¡Ya lo creo! ¿Y este galápago? Este galápago que ya va siendo viejo, ¿qué tal?
Benítez y Frígilis veían en esto síntomas tristes. «Aquella voluntad se moría, pensaba Crespo; en otro tiempo Ana hubiera preferido pedir limosna.... Ahora cede... por no luchar». Y se le caían las lágrimas. «Si yo fuera rico... pero es uno tan pobre...». «Y, añadía, por supuesto, cobrar esos cuatro cuartos no es vergonzoso... a ella se lo parece... pero no lo es.... Ese dinero es suyo».
Toda Vetusta paseaba. Pero Frígilis no pudo conseguir que Ana pusiera el pie en la calle. Pero, hija mía, esto es un suicidio. Ya sabe usted lo que ha dicho Benítez, que es indispensable el ejercicio, que esos nervios no se callarán mientras no se los saque a tomar el aire, a ver el sol... vamos, Anita, por Dios, sea usted razonable... tenga usted caridad... consigo misma.
Una hora después don Víctor dormía en una alcoba espaciosa, estucada, con dos camas. En el gabinete contiguo Ana escribía con pluma rápida y que parecía silbar dulcemente al correr sobre el papel satinado. No tardes; no escribas mucho, que te puede hacer daño. Ya sabes lo que dice Benítez. Sí, ya sé; calla y duerme.
Benítez escupió un pedazo del puro, que había roto con los dientes, y contestó con la misma sonrisa de antes: A nada. ¡Santa Bárbara! gritó Quintanar cerrando los ojos y poniéndose en pie de un salto. Y tras el relámpago, que le había deslumbrado, retumbó un trueno que hizo temblar las paredes. Cesaron todas las conversaciones, todos se pusieron en pie; Ripamilán y don Víctor estaban pálidos.
Del Magistral se apoderó el Marqués que le llevó al salón donde estaban la Marquesa, la gobernadora civil, la Baronesa y su hija mayor, que no quería correr con aquellos locos; el Barón, Ripamilán, Bermúdez, que tampoco quería correr, Benítez el médico de Anita, y otros vetustenses ilustres.
Su mujer era quien no se las prometía tan felices. La señora de Benítez tenía un carácter apocado y siempre pronosticaba males y no bienes. Ella era lo contrario de D. Ambrosio, que veía el porvenir de color de rosa y que soñaba con todos los refinamientos y primores del lujo y de la distinción suprema.
Ya comprenderás tú de qué manera aplicaba yo este caso a Lucía y a mí. Y, sin embargo, aunque me parecía atinado y juicioso lo que con relación al refinamiento material decía la señora de Benítez, yo seguía hallándolo vil y grosero aplicado al refinamiento del alma. Lo que es en esto persistía yo y me aferraba en ser más exquisita que D. Ambrosio. Mi entendimiento vacila, cambia y duda mucho.
Palabra del Dia
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