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Mi terror había llegado al colmo. ¿Dónde vas á estas horas, ladrón? dijo uno de ellos. Es el médico dijo otro. Al mismo tiempo enarbolé el bastón de hierro que me había regalado un maestro de la fábrica de armas y que acostumbraba á llevar por las noches. Los hombres, sin hacer caso, siguieron bailando ante y ejecutando los mismos gestos desatinados.

Y esgrimió el bastón ante la imagen hechicera de la dama vestida de baile. «Has contravenido mi plan; te has burlado de mis recetas. No te salvarás, Isidora. Yo te abandono a tu desgraciada suerte. Siéntese usted, Augusto; deje usted el sombrero» dijo Eponina con melosa urbanidad.

Aquella imagen de la desesperación, que tan pronto señalaba la boca de los cañones como el cielo, indicando a sus soldados un alto ideal al conducirles a la muerte, era el desgraciado general Dupont, que había venido a Andalucía seguro de alcanzar el bastón de Mariscal de Francia. El paseo triunfal de que al partir de Toledo habló, había tenido aquel tropiezo.

Bien puede usted asegurar, don Federico dijo la tía María , que no hay asunto para el cual no tenga mi hijo, venga a pelo o no venga, un cuento, chascarrillo o cuchufleta. En este momento se entraba don Modesto por el patio, tan erguido, tan grave, como cuando se presentó a Stein en la salida del pueblo, sin más diferencia que llevar colgada de su bastón una gran pescada envuelta en hojas de col.

Eran tales las sensaciones que experimentaba el mísero don Pablo Aquiles, que cada palabra de la hermana era una gota de aceite hirviente que le caía sobre la piel; se quitó el sombrero y el abrigo, dejó el bastón sobre la mesa, volvió a sentarse y a levantarse, paseaba, se detenía a escuchar a misia Casilda, hizo ademán de subir a las habitaciones altas, para ahogar al calaverilla del hijo; pero se contenía y se sentaba otra vez, atusándose el bigote, mordiéndose los labios, palmeándose la calva reluciente.

Salía de aquellos lugares afligido. Me encerraba en mi casa, abría otros libros y velaba. Así sentí pasar bajo mis ventanas las fiestas nocturnas de Carnaval. Algunas veces, en plena noche, Oliverio llamaba a mi puerta. En seguida reconocía yo el golpe seco del puño de oro de su bastón.

Levantó su bastón y comenzó á dar golpes delante de él, sin mirar á quién alcanzaba, sin acordarse de que podía ser un amigo, con el ansia de hacer daño, con la embriaguez de la sangre. De pronto se sintió detenido en su avance por una espalda que caía contra su pecho. Era un jovenzuelo, desmedrado y débil, con el raquitismo que da el trabajo cuando es superior á las fuerzas de la edad.

Sobre la negra sotana con ribetes rojos descansaba la cruz de oro. Se apoyaba en un bastón de mando con cierta marcialidad, y las borlas de oro de su sombrero caían sobre su nuca grasienta, de una piel rosada y cubierta de pelos blancos.

En época de elecciones, ¿quién no siente el anhelo de un partido político, un partido cariñoso que le un distrito así como le daría un caldo la tierna esposa? Al salir a la calle y coger su sombrero, su bastón y sus guantes, uno tiene estos días la sensación de que le falta algo todavía, y lo que le falta es un distrito.

Recibí un alegrón y casi no almorcé, con el afán de ir a visitarle y poner en ejecución mi proyecto. Tan luego como engullí el último bocado y pasé por el cuarto para recoger el bastón y los guantes, abrí la cancela y me dispuse a salir a la calle.