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Actualizado: 26 de junio de 2025
Le veía montado en su elefante de parada, de largas gualdrapas de oro que barrían el suelo, escoltado por belicosos jinetes y esclavos portadores de braserillos con perfumes; el grueso turbante coronado de blancas plumas con piedras preciosas; el pecho cubierto de placas de brillantes; la cintura ceñida por una faja de esmeraldas, de la que pendía una cimitarra de oro; y en torno de él bayaderas de pintados ojos y duros senos, tigres domesticados, bosques de lanzas; y en último término pagodas de múltiples techos superpuestos, con campanillas que exhalaban misteriosas sinfonías al más leve soplo de la brisa, palacios de fresco misterio, espesuras verdes, en cuya penumbra saltaban y rampaban animales feroces y multicolores... ¡Ay, el ambiente!
Algunas gotas de sudor le rodaban por la frente; sus luengas barbas negras y ásperas barrían como una escoba la mesa cuando bajaba hacia ella la cabeza para invitar dulcemente a Fernández a que se explicase mejor; sus ojos encarnizados rodaban por las órbitas con inquietud y ansiedad. Al fin se decidió a preguntar: ¿Y mis hijastros? Muerte dijo la mesa.
Tiago había desaparecido, en su lugar se veía otra, estilo Luis XV; grandes cortinas de terciopelo rojo, bordadas de oro, con las iniciales de los novios y sujetas por guirnaldas de azahar artificiales, pendían de los portiers y barrían el suelo con sus anchos flecos, de oro igualmente.
Yo, para no perder ningún pormenor de esta última etapa del combate, puse mi caballo al galope y corrí con los rurales, que al grito de ¡Al machete! barrían á los últimos alzados.
Llegó la primavera. Los vientos del N. E., a modo de escoba gigantesca manejada por la mano de algún dios aficionado a la limpieza, barrían a menudo el polvo y la ceniza del firmamento.
Fingiéndose enfadado por esta popularidad que le halagaba, abriose paso con un impulso de sus músculos de atleta, y se salvó escalera arriba, saltando los peldaños con agilidad de lidiador, mientras los criados, libres ya de respetos, barrían a empujones el grupo hacia la calle.
De pronto, un golpe seco. La bola había terminado su fuga circular, cayendo en un número. Se prolongaba el silencio; los rostros parecían estirarse aún más; los puños se apretaban convulsivamente. Otra vez el ruido de guijarros movidos por la ola. Las raquetas barrían el campo verde. Mal número para el público.
Aquel año comenzaba a imperar el traje corto, revolución tan importante para el atavío femenino, como la de Setiembre para España; las avanzadas en ideas se habían apresurado a cercenar sus faldas, mientras las conservadoras no se resolvían a suprimir la cuarta de tela con que barrían las inmundicias del piso.
La proa había desaparecido enteramente; las olas barrían ya la mitad de la cubierta; el interior del paquebote callaba ahora con un silencio mortal. Las máquinas estaban inundadas. Un humo denso y frío, de hoguera apagada, salía por sus chimeneas.
Eran las raquetas de los empleados, que barrían el paño verde, llevándose las monedas, las fichas, todos los despojos de la pérdida, chocando unas con otras las piezas de metal y las de falso hueso.
Palabra del Dia
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