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Actualizado: 4 de junio de 2025
Después de dicho esto, el clérigo da un paseo por la estancia con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y se asoma distraídamente a una ventana tarareando una copla. ¿He de decir la verdad? Azorín no tiene interés en defender a Voltaire y Rousseau; casi estima más a este clérigo ingenuo y jovial que a los dos famosos escritores.
La morena ha dicho: «... y en particular a sor Elisa, para que se le vayan ciertas ilusiones». Esta sor Elisa que tiene ciertas ilusiones piensa Azorín , ¿quién será? ¿Qué ilusiones serán las que tiene esta pobre sor Elisa, a quien él ya se imagina blanca, lenta, suave, un poco melancólica, a lo largo de los claustros callados? Las monjas han rezado una salve.
Pero el viejo movía la cabeza en señal de incredulidad y se ha puesto a relatar el objeto de su visita. Este viejo ha dicho que él es autor cómico. Azorín se ha quedado estupefacto. Autor dramático, acaso; pero cómico le parecía una enormidad. Luego ha añadido que a él le han dicho que Azorín tiene en Madrid muchas relaciones y que podrá ayudarle, porque es muy benévolo.
Es una cadena de oro, compuesta de dos finos ramales juntos; tiene pendiente del sujetador un medallón cuadrado. Azorín examina la cadena. Luego el viejo se la vuelve a poner y dice: Una tarde fuimos los dos a una joyería de la calle de la Montera a comprar cada uno una cadena; nos sacaron varias, pero entre todas nos gustaron dos de ellas.
Y ellos gritan, bravuconean, cantan la eterna romanza de Marina, hacen sonar con garbo sus monedas sobre los mármoles. Hoy es domingo. Los cafés de Elda están repletos. Azorín ha entrado en uno de ellos. A su lado un grupo de obreros leía un periódico.
Amueblan la alcoba: una cama de hierro, un lavabo de mármol con su espejo, una cómoda con ramos y ángeles en blanca taracea, una percha, tres sillas, un sillón de reps verde. En este sillón verde está sentado Azorín. Tiene ante sí una maleta abierta. Y de ella va sacando unas camisas, unos pañuelos, unos calzoncillos, cuatro tomitos encuadernados en piel y en cuyos tejuelos rojos pone: MONTAIGNE.
A ratos, fragmentariamente, charlan Verdú y Azorín. Largos silencios entrecortan los coloquios. Un jilguero, colgado en el patio, canta en arpegios cristalinos. Y en un rincón, ensimismado, encogido, triste, muy triste, callado siempre, un viejo que viene invariablemente todas las tardes, se acaricia con un gesto automático sus claras patillas blancas.
Y ni aun don Víctor cabe llamarle, sino un viejo uno de esos viejos tan viejos que si dicen alguna vez: Cuando yo era joven... parece que abren un cuarto oscuro del que sale una bocanada de aire húmedo. Yo no quiero creer, Azorín dice Verdú , que esto sea todo perecedero, que esto sea todo mortal y deleznable, que esto sea todo materia.
En esta cesta ha puesto él, Sarrió, una suculenta merienda para que Azorín se la coma en el camino. ¡Es la última muestra de simpatía! Azorín le dice Sarrió , tenga usted cuidado de que no se estruje la uva que va en la cesta... Cuando se coma usted esa uva que yo he cogido en el huerto, acuérdese, Azorín, de que aquí deja un amigo sincero.
Después ha tornado a describir el medio círculo, y como el moscardón se estuviese quedo, se ha lanzado contra él audazmente. He dicho que Ron es feroz; añadiré que no tiene ni un átomo de piedad. Esto de la piedad es cosa para él totalmente desconocida. Azorín ha metido en la caja un saltador joven, casi un niño, a juzgar por su aspecto, puesto que caminaba lentamente y apenas sabía hacer nada.
Palabra del Dia
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