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Actualizado: 4 de junio de 2025


Azorín pasa toda la mañana leyendo, tomando notas. A las doce, cuando tocan el caracol a modo de bocina para que los labriegos acudan, baja al comedor.

El tabaco, como es natural, le sirve para proporcionarse una honesta distracción, y el libro pequeño es un diminuto breviario en que ora de cuando en cuando. Los dos, Azorín y el clérigo, salen del pueblo y van caminando por un tortuoso camino plantado de moreras.

La sacristía estaba casi a oscuras; dos monaguillos vestidos con sus cotas rojas han tomado sendos faroles opacos, sucios, goteados de cera; el clérigo se ha puesto una estola y los tres, con el sacristán, han salido a la iglesia. Azorín se ha quedado en la sacristía. Estaba sentado en un amplio sillón, junto a la larga cajonería de nogal. ¿En qué pensaba Azorín?

Azorín contesta que aún dura ese café. De pronto estalla en la sala una larga salva de aplausos. Y el viejo tiende los brazos hacia Azorín, lo abraza y llora en silencio. Estos son unos viejos, muy viejos. Llevan un pantalón negro, un chaleco negro, una chaqueta negra de terciopelo. Esta chaqueta es muy corta. Ya casi no quedan en el pueblo más chaquetas cortas que las de estos viejos labriegos.

Ron es nervioso; tiene dos palpos, como minúsculos abanicos de plumas blancas, que él mueve a intervalos con el movimiento rítmico de un nadador. Ron es voluble; corre por pequeños avances de dos o tres segundos; se detiene un momento; yergue la cabeza; da media vuelta; se pasa los palpos por la cara; torna a correr un poco... Azorín cree que a Ron le ha parecido bien la nueva casa.

Sin embargo, he escrito otras y con ellas volveré a Madrid; son éstas que aquí traigo... El viejo comienza la lectura. A ratos se detiene un momento; saca su pañuelo doblado, lo pasa por la nariz y pregunta: ¿Usted cree que esta escena está bien preparada? Azorín tiene, como no podía ser menos, su estética teatral, que algunos críticos han encontrado exagerada.

Habría que hacer de nuevo el universo... Azorín piensa en cómo sería ese otro universo; naturalmente, no da con ello. Y para ver si se le ocurre algo se come una aceituna; el obispo también se come otra y luego dice: Estas aceitunas son de Mallorca.

En nada, seguramente; lo mejor es no pensar nada. Junto a él hablaban en voz baja dos clérigos; uno de ellos es joven, casi recién salido del Seminario. Azorín lo conoce. Ha podido hacer la carrera gracias a la munificencia de un protector; su inteligencia no es muy amplia, pero posee ingenuidad y resignación. Resignación sobre todo.

Los dos son algo sabios: uno por indiferencia reflexiva; otro por impasibilidad congénita. «Los hombres, querido Sarrió ha dicho Azorín , se afanan vanamente en sus pensamientos y en sus luchas. Yo creo que lo más cuerdo es remontarse sobre todas estas miserables cosas que exasperan a la Humanidad.

Bastaría abrir las puertas y dejar entrar el sol, salir, viajar, gritar, chapuzarse en agua fresca, correr, saltar, comer grandes trozos de carne, para que esta tristeza se acabase. Pero esto no lo haremos los españoles; y mientras no lo hagamos, las notas de un piano pueden causar una indignación terrible. Esto es lo que ha ocurrido en la casa del amigo de Azorín.

Palabra del Dia

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